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Tribuna:
Tribuna
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El derecho a discrepar

El director de este periódico me decía hace algún tiempo que los artículos de opinión no coinciden, ni deben coincidir, con la línea editorial; que una cosa es informar, lo que supone seleccionar de la maraña infinita de noticias aquellas qué parezcan relevantes, operación que sólo es posible contando de antemano con criterios que se deducen de una determinada posición que, en el caso de EL PAÍS, ha sido desde su fundación la defensa de las instituciones y los valores democráticos, y otra, la opinión de los colaboradores firmantes, que conviene que abarque el espectro más amplio: claro que las ideas dominantes, por serlo, serán las más frecuentes, pero es menester dejar también un espacio para las minoritarias o simplemente marginales, incluyendo tanto aquellas que no lo fueron en el pasado y lo son ahora como las que tal vez dejen de serlo en el porvenir. No en vano, en sus comienzos las ideas innovadoras son siempre ocurrencia de unos pocos y, por acertadas o fértiles que sean, suele pasar bastante tiempo hasta transmutarse en bienes mostrencos que maneja cada cual como propios.Quiero también recordar que EL PAÍS se dio un estatuto, hablo de oídas, en el que con el afán de avalar la independencia del periódico distingue claramente entre los derechos y obligaciones de la Redacción y los de la empresa. Su mera existencia supone que los intereses legítimos de ambas, aunque coincidan en lo fundamental -las dos quieren un gran periódico que se venda, cuanto más, mejor- no tienen por qué concordar en toda ocasión. El estatuto sería innecesario si se partiese de una armonía preestablecida que a nadie se le oculta que sólo encubriría la sumisión de la Redacción a la mayoría del accionariado. Las relaciones entre la Redacción de un medio y la propiedad es cuestión tan peliaguda como decisiva para la libertad de expresión que garantiza la Constitución. Tema crucial que, como tantos otros, discutimos al comienzo de la transición y que, lamentablemente, y no sólo en España, parece haberse evaporado del horizonte reivindicativo de los profesionales del periodismo.

Me he sentido obligado a expresar lo que debiera ser obvio porque desde hace algunos años, y de manera cada vez más persistente, amigos que me hacen el honor de leerme muestran su extrañeza ante el hecho de que EL PAÍS siga acogiéndome en sus páginas, a pesar de que a veces mis posiciones se hayan distanciado bastante de la línea editorial. Tendría que ser superfluo, hasta tal punto cae por su peso, pero es tal la confusión reinante que quizá sea oportuno manifestar que nunca me han censurado un artículo, ni siquiera suprimido una línea. Y no se trata de privilegio legio alguno. Cada cual es responsable de lo que firma, sin que, como es natural, el periódico se haga cargo de las ideas y posibles errores de sus colaboradores. El derecho a equivocarse es un componente esencial de la libertad de expresión.

Al comienzo de la transición -que no por casualidad coincide con la fundación de un periódico que supo ejercer de motor y luego elevarse a símbolo de la España democrática- mi sintonía con la línea mantenida era tal que el entonces director publicó como editorial, eso sí, firmado, un artículo que le había enviado (EL PAÍS del 3 de noviembre de 1976). En los 21 años transcurridos, y pasados muchos desde que los españoles recobramos felizmente las libertades, nada más normal que haya desaparecido el consenso inicial. Entonces estábamos unidos en el mismo empeño de lograr una democracia plena con los menores costes; ahora se trata de enjuiciar defectos y déficit de la democracia establecida, y aquí ya juegan un papel primordial posiciones ideológicas y compromisos de clase. El consenso resultó instrumento adecuado para recuperar la democracia; la discrepancia es el caldo propio de una democracia establecida.

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He discrepado en el enjuiciamiento del largo periodo del Gobierno socialista, reconociendo lo positivo que muchos tienen olvidado -superación definitiva de la amenaza de un golpe militar, que para cualquiera que tenga presente nuestra historia de los dos últimos siglos no es hazaña baladí; universalización del Estado social, sin confundirlo con el Estado de bienestar, que se ha derrumbado en la Europa en la que fue realidad un día antes de que en España pudiéramos acceder a él; haber conseguido, no era fácil, integrarnos en la Comunidad Europea, en cuya pertenencia fundamos la mejor esperanza para el futuro-,pero también he puesto énfasis en los componentes negativos que, en último término, cabría resumir en haberse saltado a la torera los principios básicos del Estado de derecho y de la convivencia democrática: organización desde el Estado de los GAL; corrupción generalizada; vaciamiento de las instituciones democráticas; judicialización de la política y politización de la justicia, desde el principio antidemocrático de que no existiría otra responsabilidad política que la que se derivase, una vez que hubiese sentencia firme, de la penal. En fin, nadie de buena fe puede dejar de responsabilizar al periodo socialista de la desmoralización, con su otra cara, la despolitización actual de la sociedad española, tirando por la borda, por mucho que haya mejorado la situación económica, la gran oportunidad histórica de haber empezado a transformarla a fondo desde la honradez, la competitividad y la democratización de las instituciones estatales y sociales.

He discrepado del tratamiento que ha dado el periódico al ataque gubernamental a una empresa mediática del grupo. Por directa que haya sido la agresión, un periódico de la trayectoria de EL PAÍS no puede renunciar a la objetividad e independencia, dejándose jirones de su credibilidad en el camino. Nada justifica asumir los métodos del adversario, extralimitarse en calificaciones o mantener una línea permanente de información en un solo sentido. No me ha convencido el argumento de que cuando disparan a la línea de flotación hay que poner toda la carne en el asador y contestar con cañonazos. Y ello porque, aparte de que no lo creo eficaz, comporta el mayor riesgo que puede amenazar a un periódico: convertirse en portavoz permanente de intereses particulares. El conflicto acabará con un compromiso, más o menos equilibrado, y el mayor ataque, que ha sido el judicial, pronto se resolverá por los conductos normales de la justicia, sin que se pueda decir -es demasiado insultante para la judicatura- que sin esta reacción no se hubiera llegado a una solución justa.

Discrepo, en fin, con el editorial del 23 de noviembre. El famoso vídeo no me parece un asunto personal -sobre cuyo contenido, en todo caso, no habría que haber dado la menor pista; hacerlo es ya servir a los que lo han puesto en circulación- que "ha terminado por convertirse en un problema político y judicial de considerable envergadura". Antes al contrario, en cuanto significa un ataque frontal a la libertad y dignidad de un hombre público constituye desde un principio un escándalo político de primera dimensión. No cabe expresar la repugnancia que cualquier bien nacido ha de sentir ante la utilización de estas mañas en el empeño de eliminar al que se considera enemigo, para, en la frase siguiente, al añadir que "el destinatario de la infamia haya podido ser autor de otras de similar o parecido calibre", de algún modo justificarlo. Aparte de que sin prueba alguna se haga tan terrible afirmación es de lo más inoportuno a la hora de mostrar una comprensible repugnancia que sólo podía engendrar indignación sin paliativos. Diga lo que diga el resentimiento popular, no es cierto que el que piensa mal acierta siempre, ni que el que roba a un ladrón merece cien años de perdón; es sencillamente un ladrón.

Pienso que en ningún case puede interpretarse como una cuestión privada que la víctima, instrumentalizando su intimidad en favor de sus intereses políticos, haya tratado de convertir en asunto público, sino que, obviamente, es un ataque público que hay que explicar políticamente.La hipótesis que maneja el damnificado, y que parece que confirma la judicatura, es que los mafiosos que han puesto en circulación el vídeo están relacionados con gentes procesadas por su pertenencia a los GAL. Es una explicación verosímil que puede ser cierta o no, pero que no cabe eliminar de antemano después de la experiencia acumulada en estos últimos años que nos ha obligado a enfrentamos a crímenes que nunca hubiéramos creído que pudieran atribuirse a personajes públicos que respetábamos. No puedo ni siquiera imaginar las razones -la libertad y dignidad de cada persona están por encima del aprecio que podamos tenerle- por las que mi periódico, rompiendo con el estilo que hasta ahora lo había caracterizado, se ha arriesgado hasta el punto de poder ser refutado a mediano plazo por hechos comprobados en una sentencia judicial.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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