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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los nuevos franceses

CADA GOBIERNO francés, desde hace una veintena de años, cumple con el ritual de promulgar nuevas leyes sobre la inmigración. Desaparecidas muchas de las líneas divisorias clásicas (economicas, díplomáticas o sociales) entre derecha e izquierda, la inmigración se ha convertido en la prueba decisivas obre la coloración de un Gabinete. Una prueba altamente explosiva por cuanto se refiere a un problema más simbólico que real. Está demostrado que el inmigrante ilegal no roba empleo al trabajador local, ni contribuye por su origen -otra cosa es la condición social- a elevar la criminalidad, ni agrava el déficit público.En la frenética alternancia que caracteriza el actual sistema político de Francia, la legislación sobre nacionalidad y extranjería es el estandarte que marca de forma inequívoca quién ocupa en un momento determinado el palacio de Matignon. Y quién aspira a hacerlo. El hoy primer ministro, Lionel Jospin, estuvo a punto de perder pie como jefe de la oposición cuando, en enero de 1997, tardó en calibrar el volumen que alcanzaría la casi espontánea protesta pública contra la ley Debré del anterior Gobierno, un guiño poco disimulado hacia el electorado ultraderechista. Fue un error de cálculo. En las elecciones, los votantes del Frente Nacional fueron a lo suyo y, siguiendo la consigna de "cuanto peor, mejor", cooperaron en la victoria de la izquierda.

Meses después, y tras entreabrir por vía administrativa la puerta a la legalización de más de 150.000 extranjeros sin papeles, Lionel Jospin se enfrenta en el Parlamento al fantasma de la inmigración. Lo hace en primer lugar con un texto moderado sobre nacionalidad que recupera parcialmente el tradicional "derecho de suelo": quien nace en Francia es francés. El Gobierno de izquierdas suprimirá probablemente las condiciones impuestas por la derecha para que un joven nacido en Francia adquiera automáticamente la nacionalidad. No lo hará al nacer, sino a partir de los 13 o los 16 años, pero ya no deberá realizar declaraciones expresas sobre su amor al país ni seguir trámites complejos. Esta modificación, más esencial de lo que parece, ayudará a acabar con el drama de los hijos de inmigrantes nacidos en Francia.

La legislación sobre control de la inmigración ilegal será presentada después. Pero nadie discute sobre ella.

Lo que cuenta es el tratamiento de la inmigración legal, que sigue siendo necesaria. Sin ella el monumental Estadio de Francia no estaría a punto para el Mundial 98. Pero muy probablemente, y como ya ha ocurrido en anteriores ocasiones, la reforma legislativa complicará la existencia a la mayoría en el Gobierno y tenderá a unir a una oposición dividida. Sería peligroso para Francia, y también para Europa, que derecha y ultraderecha aprovecharan este debate para descubrirse puntos en común.

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