Amor en la guerra
Ramón y Juliana están enamorados y tienen un grave problema. Se dirá que problema es inherente a la condición de enamorado pero, dentro de la amplísima gama de problemas posibles que siempre, se empeñan en partir por la mitad las parejas, éste no suele figurar. Pues lo que ocurre es que Ramón vive en la calle Galileo, al oeste de Madrid, y Juliana hacia el este, en un afluente de Arturo Soria.La primera consecuencia de este hecho en apariencia trivial es que apenas se pueden ver. Separados por los cráteres, vías cortadas y muchedumbres que van de un lado a otro, sin rumbo y sin guía, por el centro de Madrid, lo cierto es que cada vez que Ramón y Juliana se quieren ver tienen que desplegar tanta astucia, valor y energía que forzosamente su relación se ha teñido desde el comienzo con colores de guerra.
El asunto no tendría tanta importancia de haberse conocido antes y compartir recuerdos de- cuando se podía convivir en la misma ciudad. De cuando las preocupaciones. más habituales de las parejas eran los padres, la hora de volver a casa, hasta dónde llegar, los celos y la entrada para el piso, en su caso. Pero Ramón y Juliana se conocieron hace sólo unos meses, cuando ya habían comenzado los bombardeos y los taladros. Su amor ha nacido y crecido en los dos lados de una ciudad dividida. No han conocido otra cosa y, como en los tiempos de Elena de Troya, comienzan a preguntarse si merece la pena tanto esfuerzo.
Veamos: Ramón cursa un primero en la Complutense, en tanto que Juliana se pregunta si en su COU en uno de los verdes colegios de la zona este le permitirán sacar una selectividad suficiente para reunirse con Ramón el año que viene, al menos, en la misma universidad. Como su amor no les deja lugar a otra opción, todas las tardes se empeñan en verse e intentan la travesía.
Entonces puede ocurrir que Ramón coja su trasto de segunda mano y se empeñe, pese a su experiencia, en la azarosa bajada de Cea Bermúdez. Como es sabido allí acampa el tercero de intendencia del ejército del oeste y, con el objetivo vital de mantener una cabeza de puente en la línea 7, tiene tomada toda la calle, de forma que sea casi imposible cruzar sin percance. Por lo general hay que doblar hacia Cuatro Caminos o emprender el camino suicida hacia Rubén Darío por Zurbano o paralelas, en cuyo casó el valiente está perdido. Perspectivas similares aguardan a quien se atreva por los puentes o Islas Filipinas, frente este último, recordemos, abierto en memoria de la gloriosa, campaña del mismo nombre. Para qué hablar de los bulevares y Génova: por allí se encuentran los estados mayores sacando pecho e inflamando himnos y banderas, y el fragor de su batalla se oye en toda la ciudad.
Puede ocurrir que sea Juliana quien se atreva. Pero entonces sucede que, si descuenta el tiempo de plantón en la parada de los tres autobuses que debe tomar para cruzar de este a oeste, y el tiempo de atasco que les ancla también a ellos, resulta que no les queda más remedio que verse en la última parada, mientras Juliana espera el de regreso. Y aunque ambos se saben en tiempos de guerra, saben también que no hay amor que resista si sólo tiene para alimentarse esperas de autobús sin grandeza ninguna.
De modo que, mientras pasa la ofensiva, Ramón y Juliana han optado por verse en la línea circular del metro . Él la toma en Argüelles y ella se sube en República Argentina cuando lo ve en la última ventanilla del penúltimo vagón, que es su santo y seña particular. Esa es la forma, han descubierto, en que pierden menos tiempo. Aunque suele ir lleno, poco a poco los pasajeros les van haciendo el, hueco de intimidad que siempre se reserva a los enamorados en las guerras. Seguro que piensan, enternecidos: "Ah, qué tiempos".
En cuanto a ellos, poco a poco van logrando una cierta normalidad y una tarde sí y a la otra también consiguen encontrar motivos normales de discusión para separarse enfadados y reconciliarse amorosamente esa noche por teléfono. Están pensando en si no será más práctico, mientras pasa el huracán, ahorrarse la visita. Lo que no saben es que detrás de este viene otro: de los huracanes viven los alcaldes. Luego se cuelgan las medallas de los rescates.
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