El nacimiennto de un barrio
Eminente prócer y magnífico bribón, el marqués de Salamanca goza en efigie, entronizado en la plaza de su nombre, de un estatus estatuario privilegiado, similar al que mantuviera en vida, aunque mucho más estable, ajeno a las vicisitudes y a los sobresaltos que marcaron la ajetreada trayectoria vital de este insigne precursor de la ingeniería financiera, especulador audaz, derrochador y prepotente, ambicioso, generoso y taimado pirata de tierra adentro cuyas peripecias bursátiles figuran con valoraciones muy distintas en los libros de historia y en los tratados de economía, en las crónicas sociales y en las de sucesos.Indiferente al juicio ajeno, el señor marqués, plácido y orondo, posa por fin con los dos pies sobre el suelo de su pedestal, rodeado de gentiles parterres, escoltado por discretos pinos, en el centro de una glorieta más transitada que vivida, dando la espalda a la mole, más funcionarial que funcional, del edificio que fuera sede del otrora poderoso, Instituto Nacional de Industria (INI) y que hoy se resigna a guardar lo que pudieran ser sus cenizas, albergando las instalaciones dé la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI).
A los burócratas del extinto INI, también llamado INRI, que engrosaban la clientela de los bares de la zona les habrán sustituido, seguramente menores en número que no en afición, sus colegas del SEPI, tal vez no tan proclives a las pausas rituales que jalonaban generosamente el horario laboral de sus felices predecesores encastillados en un puesto fijo y blindado por un contrato vitalicio. La precariedad del empleo y la moderación salarial han roto con las viejas y virtuosas costumbres de los funcionarios de antaño y sus cotidianas alegrías. Incluso en los días más crudos del invierno pueden verse grupos de jóvenes trabajadores, ellos encorbatados y ellas de traje sastre, sentados en los bancos públicos, a pocos metros de su lugar de encierro, compartiendo con las harapientas palomas su frugal condumio, sus untuosos sándwiches, tal vez caseros, interrumpiéndose para sorber refrescos con pajita contenidos en vasos de papel.
Tal actitud aún no es mayoritaria en este barrio selecto, para consuelo de taberneros y mesoneros, pero es preocupante porque afecta, a los trabajadores más jóvenes y precarios que transforman el paisaje imponiendo baguetterias y otras fruslerías gastronómicas de bajo precio y elaboración rápida. Los bares y los restaurantes de menú económico lo llevan bastante mejor que los establecimientos de lujo. La resaca del pelotazo canceló muchas visas oro y rebajó los presupuestos para comidas de empresa y banquetes de negocios; el colesterol también causó estragos aquí.
El pelotazo: hay quien asegura que en los momentos álgidos de la prodigiosa década (1982-1992), diferentes observadores contemplaron cómo don José de Salamanca, marqués de ídem, se removía inquieto en su estatua' pugnando por volver a la vida para gozar una vez más de su juego favorito y pelotear como. el más ágil de los banqueros yuppies, discípulos, aprendices en las turbias artes del birlibirloque especulativo. El banquero malagueño, paniaguado de la venal y temperamental Isabel II, bajo cuya sombra amplia y protectora realizó los mejores negocios, hubiera animado con su facundia contagiosa los corrillos de la Bolsa diurna y de la vida nocturna, de la ruleta y de las sevillanas engominadas al estilo de El Portón, explicando a sus acólitos los pormenores de su forma de apostar, el secreto de aquel espléndido truco que ha *pasado: a la historia de las finanzas como la jugada de Salamanca. Según Pedro Voltes, en, su libro Escándalos financieros de la Historia, en el que el señor marqués cubre un denso, capítulo con sus féchorías bursátiles, "la expresión de la jugada de Salamanca ha venido a convertirse en una especie de mito bolsista que ensalza la excelencia máxima en el juego especulador".
En su bucólico y deshabitado entorno de hoy, don José se entretiene mirando de reojo por las ventanas de un edificio bancario que ocupa una de las esquinas de la plaza. Del otro lado de la calle,- un palacete más o menos contemporáneo del marques vive su enésima rehabilitación después de haberse alojado en él el Tribunal de Menores. Palacetes, conventos, colegios y edificios institucionales en los confines del barrio del señor marqués, una de las iniciativas menos polémicas y más alabadas del audaz financiero. Uno de sus exégetas, el ilustrado y ameno cronista Federico Bravo Morata, define así esta obra magna y a su promotor: "Entrevió para Madrid toda una nueva ciudad rectangular, espaciosa, abierta y alegre, y comenzó a construirla en uno de sus extremos, que entonces era el determinado por el paseo de Recoletos y la calle de Alcalá. Dirigiendo personalmente el trabajo de los urbanistas, de los arquitectos, de los jardineros y de los ingenieros, visitando cotidianamente las obras, alentando con palabras, con dádivas y promesas a cuantos le seguían en la empresa, el marqués de Salamanca hizo un bonito Madrid en el arrabal de un Madrid bastante feo".
La plausible belleza de esta racional y equilibrada glorieta del Marqués de Salamanca se ve deslucida por su despoja miento humano. Un quiosco de periódicos, un concesionario de automóviles, un banco y una agencia de viajes son los únicos comercios de su circunferencia; el resto lo forman edificios de oficinas y despachos, los, vecinos se agrupan en uno de los cuatro sectores delimitados por el cruce de Ortega y Gasset (la calle más lista de Madrid) con Príncipe de Vergara. La vida del barrio desborda al norte de la plaza en las pobladas aceras de Ortega y Gasset con sus animadas terrazas y sus comercios periódica y sistemáticamente interceptados por las obras urbanas.
El barrio de Salamanca parece más barcelonés que madrileño, por su trazado racional, la amplitud de sus arterias principales y la funcionalidad y confort de los edificios, a tenor de la época en la que fueron construidos. Las coincidencias con el Ensanche barcelonés se extienden a una amplia red de comercios minoristas de prestigio y tradición, ultramarinos, mantequerías, pastelerías o fruterías, establecimientos acreditados y bien surtidos que sobreviven milagrosamente al espeso tráfico y a la degradación medioambiental más visible en las calles secundarias; desgraciadamente, el barrio de Salamanca no tiene chaflanes para remansar los aparcamientos como el Ensanche.
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