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Los otros Cristos

Antonio Elorza

Un especialista ruso en historia bizantina, Alexandr P. Kazhdan, definió al cristianismo como religión del dualismo superado. Lo que le distingue de otras religiones no es el reconocimiento de ese dualismo esencial, entre las esferas humana y divina, sino cómo lo aborda y cuál es el resultado de ese enfoque. En el islam, por ejemplo, el dualismo es plenamente asumido: el creyente lo es justo porque reconoce la existencia de la divinidad y declara su sumisión a ella sin reservas. En el cristianismo, la dualidad hombre-Dios es también aceptada, no sin tensiones, pero resulta superada mediante el reconocimiento de la normalidad de lo sobrenatural, cuya expresión emblemática es el milagro. Pero para incardinarse en la historia, tal superación requiere la existencia de un intermediario divino, puente entre lo terreno y lo celeste, sujeto activo que produce gracias a un encuentro dramático la conciliación entre ambas esferas. Las dos caras de esta actuación son, de una parte, el sacrificio, del mediador naturalmente, y de otra, como resultado, la posible redención de los humanos, vistos como el sujeto pasivo que a fin de cuentas recibe los beneficios del proceso.En tomo a la figura de Cristo, sacrificio y redención constituyen así dos claves de la dinámica histórica del cristianismo, actuando de modo similar a la pareja que forman la profesión de fe (shahada) y la jihad, el esfuerzo del creyente, en el islam. Por supuesto, el personaje de Jesús es irrepetible, al margen de su existencia real o mítica. Pero en estos dos milenios de tradición cristiana no faltan los "otros Cristos", esto es, los protagonistas de un relanzamiento del ideal de redención, para alcanzar a ver constituida en este mundo la Jerusalén celeste, que ven realzada su figura al ejercer la forma suprema del sacrificio, la entrega de la propia vida con tal de que los demás alcancen la meta propuesta. Es una trayectoria en el curso de la cual va produciéndose el desplazamiento del cielo a la tierra, del agente de mediación divino al hombre que asume ese papel.

Desde esta perspectiva, ninguna figura histórica puede disputar al Che Guevara el reconocimiento como "otro Cristo" del siglo que ahora termina. Y no sólo porque se integre como pieza capital en el entramado ideológico de una religión política como el castrismo, sino porque reúne los rasgos que,le convierten en protagonista y símbolo del ensayo más esperanzador, y no por eso menos fallido, de implantar un nuevo tipo de relaciones sociales en que la explotación del hombre por el hombre estuviera ausente. Era un proyecto de redención en toda regla, revolución mediante, donde sobraba incluso la figura de Dios: el cielo había de surgir sobre la tierra. En el revolucionario reencarna el apóstol. Su palabra y su obra son las que pondrán en movimiento a la mayoría social, al pueblo, según una precisa distinción de funciones. "El grupo de vanguardia es ideológicamente más avanzado que la masa", escribe el Che al uruguayo Carlos Quijano, "ésta conoce los valores nuevos, pero insuficientemente".

Con el fin de integrar a la masa en la revolución, el revolucionario pondrá en marcha una acción en tijera. Por un lado, de impulso a la lucha revolucionaria en los lugares donde ésta no hubiera aún surgido; por otro, de educación para formar al "hombre nuevo" allí donde la revolución tiene ya el poder. La educación es clave en este punto, pero sobre todo leí es el sacrificio. La originalidad, de raíz estrictamente cristiana, en el pensamiento de Guevara, reside en que el sujeto de la transformación es el individuo que define un nuevo sistema de valores, resultado de "la profundización de la conciencia" y enfrentado a los intereses materiales dominantes bajo el capitalismo. Es la propuesta de una nueva moral, con acentos del vivo sin vivir en mí teresiano: "Se convierte entonces no hacer el sacrificio en el verdadero sacrificio para un revolucionario", según explica a los activistas obreros de una fábrica textil en marzo de1963.

Hasta tal punto es el sacrificio el eje en tomo al cual gira la concepción revolucionaria del Che que su última etapa, desde que abandona Cuba, parece una búsqueda deliberada de la muerte en un marco inequívocamente sacralizado. La idea de que el mundo está plagado de potenciales focos de lucha antiimperialista, Cristo en armas, portador de la buena nueva revolucionaria, responde a un estricto mesianismo. "En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste", le dice a Fidel Castro en la famosa carta de despedida, "el espíritu revolucionario de mi pueblo, el más sagrado de los deberes". Luego, la soledad en sus, desesperadas empresas, del Congo a Bolivia, tendrá resonancias respecto de Fidel del evangélico "Padre' ¿por qué me has abandonado?". Para terminar en el calvario de una guerrilla sin sentido que acaba en el verdadero sacrificio final, la ejecución a cargo de unos oscuros militares bolivianos, servidores del imperio. Era el cumplimiento de un destino buscado: "El revolucionario se consume en esa actividad ininterrumpida que no tiene más fin que la muerte, a menos que la construcción se logre en escala mundial", escribe en marzo de 1965 al citado Quijano.

A partir de su muerte, el legado del redentor revolucionario experimentaría una lógica fractura. De un lado, la propuesta del hombre nuevo, tan agostada como los ensayos guerrilleros, se convirtió en coartada para un voluntarismo en la gestión económica que efectivamente ha llevado a la población cubana a una situación muy alejada de los intereses materiales. De otro, su figura pasó a encabezar el santoral de mártires del castrismo, como objeto de un culto pemanente. Una imagen de Cristo inmóvil al servicio de la perpetuación de un caudillismo y de su burocracia, tal y como le muestran las imágenes del Museo de la Revolución en La Habana.

Tal parece ser el destino de los otros Cristos: fracasar en la vertiente redentora y consolidar un poder institucional con cuyo comportamiento intentaron romper. El azar ha querido que la conmemoración del Che coincida con la catástrofe que los movimientos sísmicos han causado en el templo dedicado al personaje que en su época fuera efectivamente llamado "el otro Cristo", san Francisco de Asís. En la trayectoria que venimos recorriendo, el de Asís representa un hito decisivo, pues apoyándose de forma inmediata en Cristo, y con un sistema de valores centrado en la pobreza, en Madonna Povertá, se propuso restablecer el vínculo roto entre los dos polos de la dualidad, humanizando lo divino y convirtiendo los elementos de la naturaleza en signos de la presencia de Dios. En la basílica ahora destruida, el programa iconográfico de las pinturas giottescas desplegaba inmejorablemente ese carácter de contrafigura humana del Redentor, que culmina en la recepción última de los estigmas que le asimilan al crucificado. También recogen el otro aspecto que destaca en el Che, la captación conservadora del poverello por una institución centralizada, en este caso la Iglesia romana. Cuando hace justamente siete siglos se ejecutaban las pinturas de la basílica superior, la revolución franciscana estaba ya perfectamente integrada.

Una de las estampas adquiere hoy una sombría significación. El edificio de una iglesia romana está al borde de la ruina, y San Francisco, a modo de Superman, contiene con una sola mano su derrumbamiento. Desgraciadamente, en la práctica el milagro no ha ocurrido. Como tampoco ha tenido lugar el estallido en cadena de las revoluciones soñadas por el Che y todo lo que queda es la miseria en un solo país. Es un fin de siglo poco propicio para los ejercicios y los símbolos de redención,

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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