Piso de divorcio
Alguien le debiera decir a los arquitectos que los dormitorios pequeñitos ponen en peligro los matrimonios. A lo mejor ya lo saben y lo que pasa es que no les dejan hacerlos más grandes. Los dormitorios pequeños, los salones con la televisión demasiado hambrienta, los cuartos de baño sin una bañera suficientemente larga y honda para estirarse a gusto y jugar con el patito de ahogar a tu jefe. Es muy importante todo eso. Y no hacen falta teorías: cualquiera con la edad suficiente sabe que es incluso vital.No deja de ser notable que nadie repare en la contradicción -y si repara, que lo diga- de que los mismos que se llenan la boca hablando de la familia y proclamando que hay que facilitarle una vivienda a los jóvenes sean quienes les ponen paquetes-bomba bajo la almohada conyugal. Y ello mediante el sencillo procedimiento de acercar y adelgazar las paredes y eventualmente bajar el techo.
Es posible que un joven matrimonio sobreviva a cinco o seis años de intimidad no deseada, impuesta, pero no es probable. Si creemos que Romeo y Julieta hubiesen podido sobrevivir a un exilio que les alejase de la guerra serbio-bosnia de sus familias es porque sabemos que ese exilio, a pan y cebolla sin duda, se habría realizado en algún monasterio toscano de amplios espacios, señoriales silencios y grandes posibilidades de no ver al otro durante un buen rato: la condición misma del anhelo.
Es más que probable en cambio que ese amor a prueba de bomba no habría sobrevivido a la prueba de un apartamento en un moderno edificio de Madrid, con mármol en la entrada, portero de vídeo y piscina tipo bañera en el patio. El lujo que a los constructores se les olvida siempre incluir es el espacio. No advierten que esa maravilla de pisos dotados de todo tipo de modernidades difícilmente hubiera servido para casa de muñecas en el tiempo de nuestros bisabuelos. Que en aquel tiempo hubiese muchos más miserables que ni siquiera tenían techo es un consuelo demagógico, un mal argumento y sobre todo una gran coartada para seguir haciendo pisos de niños con precios para mayores de 50 años, que son los que pueden haber ahorrado ese dinero.
Salvo en sitios especiales por razones geográficas, como Nueva York o Hong Kong (y en Nueva York los pisos de ricos deben de ser los más grandes del mundo), el espacio es un lujo sólo para quien se resigne a esa avaricia. Recuerdo a una amiga norteamericana que vivió feliz en Madrid su bohemia de estudiante, y a quien al cabo de unos años, cuando volvió de visita, le pregunté qué echaba de menos.
Todo, dijo con esa generosidad de los yanquis cuando algo les gusta; pero -añadió con timidez- no sé si podría volver a adaptarme. ¿Por qué?, le pregunté alarmado. Por el ruido, explicó; el ruido y la falta de espacio. Si se fijan, ambas cosas están muy ligadas.
Como no creo que las cosas vayan a cambiar mucho (un día que estén de humor acérquense a los enormes barrios-cuartel que se construyen casi clandestinamente en la periferia de Madrid, pronto ya será demasiado tarde para decir nada), supongo que alguien les debiera advertir a los jóvenes que, entre los peligros y la soledad que van a tener que afrontar cuando se casen o se vayan a vivir juntos, los de su salón-comedor serán inversamente proporcionales a su tamaño, y su tamaño empieza a ser de bolsillo. O sea, que imagínense la soledad.
El enemigo en casa, por así decir. Se regresa del trabajo con la intención de arrojar la chaqueta y beber una cerveza helada y resulta que no se pueden estirar los pies sobre la mesa sin peligro de cargarse una porcelana de Lladró que es un sagrado regalo de boda; no se puede encender la televisión porque el chico está estudiando en su cuarto, (desde el que escucha el partido retransmitido por el vecino), y no se puede leer en paz sin hacer de convidado de piedra en todas las conversaciones telefónicas de la casa. O viceversa.
Llega un momento en que uno de los dos comienza a vivir su piso, que tanto le está costando, como una dolorosa soledad, un corsé. Y ya sabemos qué termina ocurriendo siempre con los corsés.
El problema es: ¿a quién le echamos luego la culpa?
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