Democracia gobernada e historia profética
Hace algunas décadas era popular la distinción entre democracia gobernante, como sistema propio de una sociedad abierta, y democracia gobernada, es decir, mediatizada por instancias, fundamentalmente instituciones y clases o ambas a la vez, no democratizadas aún y que funcionaban como estratos, ya protectores ya limitativos, de la propia democracia. Ése fue sin duda, el ideal doctrinario, magistralmente explicado por Díez del Corral, y sus precedentes pueden buscarse en el liberalismo whig del Antiguo Régimen. Pero no es menos cierto que el moderno Estado de Partidos puede llegar a resultados muy semejantes cuando la democracia es administrada por instancias, periódicamente plebiscitadas, pero decantadas y controladas por otras instancias, no ya democráticas sino burocráticas y plenamente dependientes de ellas. Si la representación viene de abajo, la confianza se autogenera en la propia oligarquía.Así, por ejemplo, cuando, como ocurre en España, la vida política es monopolizada por los partidos, si éstos no fueran democráticos, sea por no haber rebasado el carisma fundacional, sea por haber confundido liderazgo racional por caudillismo burocrático, la democracia, sin duda, existiría, pero seria más gobernada que gobernante. Y es claro que el fenómeno, propio de nuestro tiempo, puede agudizarse si lo político, protagonizado primero y monopolizado después por los partidos, absorbiera el pluralismo social -por ejemplo, medios de comunicación y entidades financieras- De la democracia gobernada se pasaría así a la democracia dominada.
Digo que el fenómeno -el de la democracia gobernada, no el de la dominada- es propio de nuestro tiempo porque cada vez es mayor la distancia entre los electores y los elegidos que la democracia trata, en principio, de superar, así como el protagonismo de las instancias no elegidas. Respecto de lo segundo, baste pensar en la actitud de la judicatura en Italia y en España o de las administraciones independientes -ayer técnicas, hoy monetarias, mañana presupuestarias y pasado ya veremos cuáles-. Pero en cuanto a lo primero es llamativo, al menos en las democracias continentales, el creciente olvido de lo que los anglosajones denominan "mandato electoral". Si en el Reino Unido ciertas cosas no pueden hacerse sin tal mandato expreso, y de ahí lo explícitos y comprometidos que suelen ser los programas electorales, y en Estados Unidos un presidente triunfal puede perder las elecciones por incumplir lo que, en frase famosa, se leía en sus labios, del canal para acá las promesas electorales sirven para ganar, pero nadie se siente vinculado por ellas. Tierno Galván y J. Chirac lo han dicho expresa mente; sus correligionario s de diversa latitud lo han puesto sistemáticamente en práctica.
Pero pasemos de la patología, por epidémica que sea, a la supuesta normalidad. Si los políticos de hoy escriben peor que Burke, parecen retornar a sus tesis sobre la representación. Las recientes declaraciones del canciller Kohl, según las cuales la consecución de la Unión Monetaria es una opción responsabilidad de liderazgo, al margen de los sentimientos contrarios de la opinión, coinciden con el famoso discurso del inglés a sus electores de Bristol, según el cual la representación electoral legitimaba, pero en manera alguna vinculaba al representante, que podía obrar como mejor le pareciera. Sin duda el canciller añadía consideraciones "existenciales" de sabor shimittiano con resonancias menos liberales, pero la tesis era en el fondo la misma.
Es claro que la fórmula de Burke, su elaboración doctrinaria y su difusión decimonónica, respondía a una idea de la soberanía nacional que creíamos superada por la de soberanía popular. Pero el caso es que no se vuelve ahora de ésta hacia aquélla, sino que, marginando tanto la voluntad ignara del pueblo como cualquier periclitada instancia nacional, la legitimidad de la autonomía de los gobernantes se busca ahora en el proceso histórico; no, claro está, en la experiencia pasada sino en la interpretación normativa de su futuro. Y en eso, precisamente, consiste el profetismo que, de tejas abajo, es alienante porque conduce a una sociedad cerrada, es decir, aquélla en la que el futuro no es disponible sino que está prescrito.
Que así eran las sociedades marxistas no nos cabe ya duda alguna. Pero, cambiando todo lo que hay que cambiar, existen grandes similitudes entre la ilusión, cuyo pasado ha reconstruido A. Furet, y el nuevo ethos de la ineluctabilidad del proceso histórico basado en la bondad de su meta final que justifica empresas tales como la integración europea.
La integración en efecto, con todos sus costes, se legitima no porque la quieran los pueblos de Europa (basta ver los eurobarómetros), sino porque se estima necesaria para asegurar la paz entre ellos y proyectar su posición en el mundo. Como es necesaria, resulta deseable y, porque se desea, el silogismo afectivo lleva a considerarla ineluctable. Sus partidarios conocen así el futuro, con igual rigor, en todos los sentidos del término, que los profetas.
Este conocimiento de iniciados que sabe por dónde va la historia no es siempre accesible al hombre de la calle. Pero, por eso, conviene no consultar a éste mucho sobre la cuestión, -ni referendos ni elecciones inoportunas-, y aquéllos, los ilustrados, responsables, por conocer el sentido de la historia, de acelerar su paso, forman de hecho una vanguardia que, más allá de las fronteras, han de marginar solidariamente las resistencias nacionales y populares al proceso salvador.
Consultar a los pueblos, ¡qué ingenuidad!, ironizaba Ernest Renan hace más de cien años. Esto hará sonreír a los trascendentales de la política, a los infalibles que, desde lo alto de sus superiores principios, se apiadan de la vulgaridad ajena. La compensación sólo se encuentra en que, para seguir parafraseando a Renan, los hemos visto cambiar de dogmas tantas veces y siempre con tanta convicción -de una sagrada familia a otra, decía Raymond Aron-, que sus posibles errores no inspiran ya temor, sino indiferencia.
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