La reforma penal
La constante periodística es la polémica por la reforma penal proyectada por el Gobierno para dar una mejor respuesta legal a las explosiones de violencia en Euskadi, organizadas siempre con el silencio cómplice, cuando no con la estimulación cuidadosamente situada en la periferia de las normas legales, de los políticos del entorno radical. Por lo que ha trascendido, la proyectada reforma iría en una triple dirección:
a) Modificaciones de derecho sustantivo, con reformas del Código Penal en relación a algunos delitos concretos como amenazas, coacciones, apología y otros.
b) Modificaciones de derecho procesal, con reformas de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para aligerar la tramitación de los juicios.
c) Modificaciones de derecho orgánico judicial que se traducirían en una ampliación de las competencias de la Audiencia Nacional.
El denominador común sería el de un endurecimiento de la legislación.
Vaya por delante la legitimidad de afrontar aquellas reformas legales que la realidad social aconseje y permita la correlación de las fuerzas políticas, pues es en sede parlamentaria donde las leyes se hacen y, evidentemente, cuanto mayor sea el consenso político tanta mayor garantía de permanencia para la legislación que sea expresión de aquél. Pero al tiempo pienso que no debe olvidarse la reflexión de que toda reforma penal debe ser dictada desde la prudencia y la serenidad, nunca desde la improvisación, el agobio o la impotencia. Sólo así se evitará caer en el espejismo de que la respuesta penal, o su exacerbación son factores por sí solos suficientes. La ley, y singularmente la penal, no es necesaria mente más eficaz por que sea más coactiva, y si el fracaso de la con vivencia adquiere los caracteres que hoy presenta la realidad vasca atravesada por el riesgo de consolidación, en una parte significativa de su población, eje una ideología fascista, que tiene como credo la eliminación física del que piensa de forma distinta, habrá que concluir con la doble afirmación de la legitimidad de tal respuesta penal, pero con la insuficiencia de la misma, que por ello debe ser completada con otras respuestas y otras políticas extramuros del sistema penal.
La llamada a la prudencia en el diseño de especialidades penales debe ser recordatorio permanente, no sea que a su sombra aparezca un sistema penal de excepción que, además de debilitar los principios del Estado de Derecho, produzca el efecto perverso de vertebrar aquello que se dice combatir. Ya se sabe la irresistible capacidad de expansión que tiene todo lo excepcional. Por ello a moderación viene a ser no sólo, una exigencia jurídica del sistema democrático, sino también una manifestación del principio de oportunidad política.
Ya existen en nuestro ordenamiento jurídico-penal especialidades penales, procesales y orgánicas en terrorismo incluidas en el Código Penal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Disposición Transitoria de la Ley Orgánica 4/88, que asigna a la Audiencia la competencia para la instrucción y enjuiciamiento de los delitos de terrorismo en clave de provisionalidad como se deduce de la propia norma de atribución competencial aludida. Es significativo que en la Ley del Poder Judicial no se mencione esta competencia.
La proyectada reforma aparece destinada al "terrorismo de baja intensidad" y viene a establecer una equiparación, jurídicamente inexacta y políticamente incorrecta cómo es la de estimar acto de terrorismo lo que no es por no estar el sujeto integrado en banda armada. Se produce así una ampliación del concepto de terrorismo con riesgo de deslizamiento del sistema de Derecho penal del hecho al de autor.
Y, como se están una reforma propiciada ante una determinada realídad social, la expansión de la excepcionalidad se evidencia en dos medidas concretas, que, de todas, son las que merecen un juicio crítico negativo. Me refiero a la asignación de la Audiencia Nacional de la instrucción y fallo de estos delitos y a la mayoría de edad penal.
Respecto de la primera, se ha dicho que es medida necesaria para preservar a los órganos judiciales del País Vasco y Navarra de la presión de los violentos. En realidad, esta anunciada desposesión competencial pone de manifiesto una desconfianza hacia el sistema judicial en Euskadi, que tan reiterada como injustificadamente ha sido tachado de falta de responsabilidad y de tibieza ante la violencia callejera. Se ha llegado a decir que los jueces -también los fiscales y los policías-, en el País Vasco, no han aplicado a ley. Habría que preguntarle al autor de esas afirmaciones si esa valoración abarca también la época en que él ejerció funciones juridisccionales en Euskadi.
La respuesta judicial en Euskadi a la violencia está escrita en las sentencias y resoluciones. Ni haré una defensa encendida de todas ni comparto todas las decisiones adoptadas. Más limitadamente, afirmo que peajes al terror no se han pagado.
Por ello me parece injusta la fabricación del pretexto de la tibieza judicial para ampliar las competencias de la Audiencia Nacional, como si las normas y garantías procesales que aplicamos aquí fueran distintas de las tenidas en cuenta por ella.
En relación a la mayoría de la edad penal, la pretendida diversificación que la reforma prevé, según la naturaleza terrorista o no del delito, me parece un desatino inédito en el mundo jurídico de nuestro entorno, injustificable desde el punto de vista de la psicología e incompatible desde el principio de igualdad del artículo 14 de la Constitución, sin que exista causa que justifique tal trato discriminatorio... ¿Por qué no extenderlo al narcotráfico?
El Código en vigor acabó con el anacronismo de un doble sístema de mayoría de edad, ya que hasta él la civil se situaba en los 18 años y la penal en los 16. La pretendida reforma de mantener a mayoría de edad penal en los 18 para todos excepto los acusados de delitos de terrorismo, sea cual sea su "intensidad", me parece regresiva y discriminatoria.
Debe mantenerse la equiparación entre las órdenes civil y penal en cuanto a la mayoría de edad y, en último caso, volver a la situación del anterior Código -mayoría de edad penal para todos en los 16-, situación que es la actual en tanto no se promulgue la Ley del Menor, lo que supondría la modificación del artículo 19 del Código, que no impediría la reflexión de legislar no para la generalidad sino para y desde una concreta realidad.
El cuestionamiento de estos dos aspectos de la reforma no impide la conveniencia de algunas reformas penales para que algunos delitos, como el de la apología, no sean imposibles o buscar fórmulas de agilización procesal compatibles con el mantenimiento de las garantías procesales. Ya se sabe que una resolución tardía es, por eso sólo, injusta.
Pero también la reforma podría ir por una dirección hasta ahora inédita, como la de rebajar alguna de las especialidades ahora vigentes en materia terrorista, y a tal respecto dos sugerencias: la eliminación de la prórroga de 48 horas en la detención judicial prevista en el artículo 520 bis, primero, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y la eliminación de las facultades gubernamentales en materia de intervención de las comunicaciones previstas en el artículo 579-4º del mismo texto.
Ambas medidas amplían los poderes de la policía. Su eliminación previsiblemente no iba a restar ninguna eficacia a la lucha antiterrorista una vez reconocido el derecho a no declarar de todo detenido y la existencia de un servicio de guardia en los Juzgados Centrales de Instrucción para solicitar de inmediato cualquier autorización judicial. Con ello se con seguiría un acercamiento a la legalidad ordinaria y una disminu ción de la excepcionalidad.
Desde la firmeza en las convícciones democráticas, hagamos realidad el convencimiento de que el Estado de Derecho tiene medios suficientes para, desde diversas perspectivas y no sólo las represivas, eliminar esa terrible violencia urbana, pero, al tiempo, facilitando estrategias que permitan la asunción de los valores democráticos y, con ellos, los más elementales sentimientos de tolerancia y compasión por quienes hacen gala de odio y crueldad.
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