_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El olvido

Según el manual, cien días constituyen un periodo de tiempo más que suficiente para sacar conclusiones. Después de cien días se puede, criticar la labor de un Gobierno, se puede renovar un contrato de trabajo, se puede renegar con fundamento del último novio de la niña e, incluso, se puede adelgazar hasta conseguir que nadie te reconozca. Cien días dan mucho juego, sin duda, y bastan también para dar forma a un temible personaje: el olvido. Por ejemplo, hace ya más de cien días, un hombre llamado Pedro Cañas Rodriguez, de 59 años, sufrió un extraño accidente en el garaje de su casa (su automóvil estalló por sorpresa mientras él lo inspeccionaba) y fue ingresado en la unidad de quemados del hospital de Getafe. Allí, entubado e inconsciente, con quemaduras en el 6% de su cuerpo y con una intoxicación aguda a causa de la inhalación de humos, este hombre siguió sufriendo reveses añadidos (entre otros, el reiterado y misterioso cierre de las llaves de paso de los tubos que le suministraban el suero), de tal manera que su estado fue empeorando por momentos ante la impotencia de los médicos. Y así transcurrieron los días, entre dudas y sobresaltos, hasta que una mañana de junio el personal del centro irrumpió en la habitación del paciente y sorprendió a su propia esposa, María Luisa V. M., de 53 años, con una jeringuilla en la mano y a punto de entrar en acción.Dentera, y de la espesa, da imaginarse la escena, ya que el contenido de aquella jeringuilla era amoniaco. Ella alegó que el líquido era para refrescarle los pies a su esposo, pero al juez no le agradó la idea de que dicha refrigeración quisiera llevarse a cabo de manera intravenosa, y, en consecuencia, la mujer fue a parar a la cárcel acusada de haber intentado repetidamente matar a su marido mediante explosiones, denegación de suero, inyecciones de amoniaco y vaya usted a saber qué otro tipo de ocurrencias. Y todo, según se supo luego, por un maldito seguro de vida: por dinero, en suma, que todo lo compra menos la dulzura y el oído musical.

Un caso inquietante, a todas luces, y bien peliagudo, pero no tan acerbo como el sucedido también hace más de cien días, relacionado en esta ocasión con los desgarros del alma: un hombre de 70 años, atormentado por los celos, atacó con una sierra a su antigua compañera, de 63, y le quitó la vida en pleno centro de Argüelles. Una noche de baile, un bolero en brazos de otro individuo y un amanecer en tinieblas que les jugó a ambos una mala pasada. Al parecer, ella ya no le quería, y el dolor de aquel hombre se salió del cauce: rumió a fondo su pena, dejó pasar la noche, persiguió a su amada por la calle y le serró el cuello poco después de amanecer.

Más de cien días han pasado desde entonces, y no hemos vuelto a saber más. En su momento, estos dos asuntos llamaron mucho la atención entre los ciudadanos, dieron pie a multitud de juicios y apreciaciones, fueron tratados en las tertulias, motivaron agrias discusiones, pero el tema se agotó de repente y dejó de interesar. Hoy, ni siquiera se recuerda. Ignoramos, pues, qué ocurrió con el hombre al que su esposa acechaba en el hospital; si se recuperó por fin, si ella sigue en la cárcel. Ignoramos que hicieron con el hombre de la sierra, si ha explicado su arranque, si le acosan los fantasmas, si hoy ya es capaz de entender aquel terrible lance, si duerme, si recuerda a su compañera, si se siente responsable; en qué piensa ahora, sabiéndose, en los últimos años de su vida, tan herido y aniquilado, probablemente, como la mujer a la que dio muerte. Lo ignoramos todo, porque la prensa dejó de informarnos. Y dejó de informarnos porque el caso ya no enganchaba a sus clientes. Se diría, por tanto, que prensa y ciudadanos somos cómplices, parecidamente odiosos y malos bichos por igual. Que nuestro interés no proviene de un impulso sano o solidario, sino de un sentir más turbio, como el de hallar fortaleza en el sufrimiento ajeno.

Cien días es poca cosa en la memoria de los hombres. Un parpadeo en la vida. Y, sin embargo, no se necesita más tiempo para abrir una grieta infranqueable entre nosotros y el olvido. Como si no tuvieran importancia los hechos, sino la hora exacta en que se producen éstos. Como si la existencia fuera un saco remendado. Y yo me rebelo contra eso.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_