Examen de septiembre
No tengo los datos en mi mano, pero apostaría hasta el último penique a que la retransmisión de los funerales de santa Diana de Gales superó en audiencia, por aplastante mayoría, a la del partido de Liga entre el Athletic de Bilbao y el Betis Balompié, ofreciendo una necrofílica compensación audiovisual a un importante sector de la población femenina, resignada ante los primeros escarceos de la polémica "liga de las cláusulas" que sucede a la "liga de las estrellas".La santa anglicana resulta, desde luego, una excelente candidata a la canonización, no tanto por haber sufrido la persecución de los satanizados paparazzi como por haber padecido la sistemática tortura de una familia política encabezada por la primera suegra del Reino Unido, digna sucesora de Enrique VIII, aunque más refinada que su antecesor y aplicada en esta ocasión al descabezamiento de nueras incómodas.
Septiembre es un mes depresivo marcado por el retorno a la anormalidad hecha norma, un mes pintiparado para meditar sobre la fugacidad de las cosas terrenas en general y de los contratos laborales en particular. Para el madrileño retornado a los agobios y oprobios de su ciudad natal o adoptiva, la confrontación posvacacional con su hábitat urbano le produce, además, un síndrome muy estudiado por psicólogos, psiquiatras, psicoterapeutas y cronistas recién llegados de sus vacaciones que, afectados por el mismo virus que atañe a sus conciudadanos y presuntos lectores, no saben sobre qué escribir o por dónde empezar a meterle mano a la enmarañada cotidianidad de la urbe.
En septiembre, los informadores hacen el recuento de las víctimas que sacrificó el verano en sus peregrinaciones de asfalto. Una hecatombe sellada y lacrada este año por el holocausto de una "vaca sagrada" que huía de sus más voraces acólitos, intermediarios imprescindibles en la difusión de un culto del que la frágil deidad acosada abominaba.
Septiembre es un mes de funerales como octubre es el mes de las bodas y de las revoluciones. Septiembre es un mes despojado, irreal, que se pierde entre los lánguidos coletazos del verano y los primeros mordiscos del otoño cruel, cuando la maquinaria recupera su ritmo febril para afrontar con normalidad otro año horríbilis y desquiciado.
Diga lo que diga el calendario, el año empieza en octubre, como todos supimos desde los años de nuestra infancia escolar, el año empieza con el nuevo curso, con el retorno a los pupitres, a los escaños y a los duros bancos de todas las galeras laborales donde reman, subrayados por los mazazos del cómite, los esclavos, si no felices, al menos resignados a su suerte, dispuestos a intensificar voluntariamente sus sufrimientos dándose con un canto en los dientes, sabedores de que en tierra firme se multiplican los aspirantes a galeote, listos para remar más horas y con menores exigencias.
Para la multitud que celebra con igual entusiasmo los días fastos que los nefastos de sus dioses de carne -bodas o enterramientos, divorcios o adulterios, bautizos y apostasías-, septiembre ha comenzado con dos hitos emblemáticos y trágicos en París y Calcuta, en los dos polos más opuestos de la aldea global. La primera conmoción ha colapsado Londres, pero también los accesos informáticos al palacio de Buckingham, vía Internet, y ha despoblado las calles de un sábado en todos los rincones del orbe para atender a la fúnebre. plegaria de Westminster.
Hasta las muertes más virtuosas han de virtualizarse para acceder al panteón de las criaturas ilustres, a los multicolores pastos de las revistas ilustradas y de las televisiones analfabetas. Los funerales de la madre Teresa de Calcuta se retrasaron para no competir con los ritos fúnebres de su predecesora y mártir laica, en evidente inferioridad de condiciones.
Septiembre también se retrasa, se despereza lentamente bajo un calor de estío recién estrenado, y la multitud disfraza con los rigores del luto su desgana, se resiste a volver a ocupar su lugar en la fila, su hueco en el engranaje inmisericorde de la rutina. El personal pide una prórroga, necesita un descanso para reponerse por anticipado de lo que se le viene encima.
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