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El punto culminante

Reconozcamos que la primera definición en términos militares del punto culminante de la victoria se la debemos a Clausewitz. Pero, enseguida, vistos los perfiles de la confrontación en el inicio del curso político entre las fuerzas parlamentarias que soportan al Gobierno y las que asumen la oposición, conviene analizar ese concepto del punto culminante de la victoria bajo un ángulo teórico más amplio. Semejante ejercicio se inicia aquí con la pretensión de esclarecer algunas situaciones confusas y de anticipar el resultado previsible de ciertos conflictos encarnizados que atraviesan también a los medios informativos. Partimos del supuesto de que cualquiera de los beligerantes alcanza el punto culminante de la victoria cuando advierte que ha obtenido el máximo de ventaja posible en la guerra que sostiene entendida como un todo. A partir de ese momento, según aclara Aníbal Romero en su Estrategia y política en la era nuclear, la continuación del combate se hace injustificable porque los costos de la lucha se multiplican y los beneficios se minimizan, y también porque el riesgo de derrota se hace mucho mayor.En otras palabras, el punto culminante de la victoria corresponde a aquel momento en el cual una ofensiva exitosa comienza a incurrit en excesivas pérdidas, y a implicar un muy elevado riesgo de derrota final. Como principio estratégico, el punto culminante de la victoria consiste en saber detenerse en la guerra, en apreciar correctamete hasta dónde es posible llegar sin correr riesgos innecesarios que pongan en peligro los éxitos ya obtenidos. Este principio tiene relación con la idea clausewitziana de que una victoria puede ser mejor definida si es limitada. Ahorraremos ejemplos abrumadores del daño causado por los entusiastas que, invocando los éxitos iniciales, han llevado la explotación de los mismos hasta el desastre total, pero baste con recordar a los japoneses entre el ataque a Pearl Harbour y la batalla de Midway; a MacArthur en su avance hacia el río. Yalu, o a Napoleón en la invasión de Rusia. Cambiando de terminología, el punto culminante de la victoria puede verse también como la máxima concentración que admite una solución, a partir de la cual se produce la sobresaturación y el exceso queda depositado en el fondo del recipiente, o si se prefiere el punto de saciedad más allá del cual la ingestión de alimentos provoca el vómito subsiguiente a¡ empacho.

Vengamos ahora al Partido Popular que aparece preso de un programa simétrico al desarrollado por el PSOE entre 1979 y 1983. Para los populares, a partir de la derrota del 79, los socialistas, proceden en tres escalones: primero, la destrucción de Suárez; segundo, la pulverización de UCD, y tercero, la invención de una oposición ad hoc encabezada por Fraga capaz de garantizarles largos años de permanencia en La Moncloa. Presos de un complejo especular, a partir del 89 pero sobre todo del 13, los del PP se han aplicado primero, a la destrucción de Felipe González; segundo, a la inutilización del PSOE, y tercero, a la promoción de la IU de Julio Anguita como la oposición más idónea, la más adecuada para asegurarles una ocupación iimitada de La Moncloa. Porque, tanto los socialistas como los populares, al elegir la oposición preferida sabían que ni Fraga ni Anguita podrían nunca ser alternativa real con capacidad de disputarles el Gobierno. Así que, Fraga fue muy elogiado porque le cabía el Estado en la cabeza, y Anguita ha resultado ser otro puntal para todas las cuestiones de Estado, empezando por el fútbol.

La primera desviación de estos ambicionados paralelismos sobrevino al comprobarse que, pese al horizonte penal, la figura de Felipe González conservaba una gran apreciación en las encuestas públicas. La segunda afloró cuando el recuento de las urnas de marzo de 1996 arrojó un margen diferencial exiguo sobre los socialistas cifrado tan sólo en unos 300.000 votos. La tercera puede resultar del precoz hundimiento de Julio Anguita. Estas diferencias han llevado al PP a continuar ejerciendo como oposición a González, pese a estar en el Gobierno; a sentirse en precario, pese a la bonanza económica imparable, y a sostener un obsceno boca a boca con Anguita, sin atender a los disparates en que pudiera incurrir. Además, en la cancha de padel, Pedro Zola ha dado la receta infalible según la cual bastaría con aniquilar a Polanco para que todos los demás objetivos se dieran por añadidura: González dejaría de ser una referencia, el PSOE no levantaría cabeza, y Julio Anguita podría ser mantenido a flote para lo que fuera necesario.

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