La muerte de Lady Di
Asombro y horror es lo que me produjo el pasado domingo 31 de agosto la serie de absurdas circunstancias que desembocaron en el trágico accidente que acabó con la vida de Lady Di. Horror al pensar lo estúpido que debe ser morir, no ya en un accidente de tráfico, como desgraciadamente se producen miles en cualquier carretera del mundo, sino en uno provocado al huir del hostigamiento de unos reporteros que en poco o nada representan a un colectivo.Y asombro al observar los disparates dichos para responsabilizar a alguien de tan desgraciado suceso, ya sea a los periodistas del corazón, a las empresas que remuneran sus servicios o al público que demanda (y compra) dicha prensa. En realidad, esto no es más que un mercado en el que unos compran lo que otros ofrecen. Pero los medios empleados para lograr una información que no se desea dar no se justifican tan sólo por lograr ésta. Y el hecho de que alguno de los personajes venda en ocasiones su vida privada no da carta de libertad para hacerlo en todo momento, negándole el derecho a una mínima intimidad sólo porque hayan entrado alguna vez en ese mercado.
Aquí no existen otros culpables que los que, con su intervención directa, provocaron que el coche chocara contra los pilares del puente con funestas consecuencias. Cierto es que la gente demanda ese tipo de información, pero no conseguida a cualquier precio. Y por mucho menos se ha condenado a gente de homicidio involuntario. No cabe apelar a la velocidad del coche como único causante de la desgracia, porque ésta era fruto de la persecución de la que era objeto. Es una respuesta tan obvia como insuficiente para cualquier defensa.
Creo que no es, ni mucho menos, constreñir la libertad de expresión de los medios, ponerles unos límites razonables a su poder de intromisión en las vidas de los demás. Espero que este desgraciado suceso sirva para poner coto a tanto desmán cometido en nombre de la libertad de expresión.-
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