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Agosto sin fin

Ahora que ya ha terminado agosto, se puede contar la historia para ver si así conjuramos al destino, como nos enseña el psicoanálisis, y alguno de nosotros encuentra una solución. (En el supuesto de que las historias tengan solución).A este diseñador conocido mío, el coche le empezó a echar humo uno de los primeros domingos de agosto, al regresar a Madrid con la insolación puesta después de un día de piscina, y el mecánico que le buscó amablemente la Guardia Civil miró el color del humo, escarbó un poco con un palito en las entrañas del motor e hizo un pequeño chasquido con los labios. Junta de culata, sentenció.

Pero ésa no era la sentencia, sino el comienzo de un juicio que a veces era claramente ya la condena, y que se estuvo prolongando todo el mes. Así quedó claro cuando el pobre hombre llamó a su taller de siempre para que vinieran a buscar el coche; y lo encontró de vacaciones; llamó a otro un poco caro, y también, y luego estuvo todo el lunes buscando uno que estuviera abierto. Cuando al fin encontró una clínica de automóviles, les suplicó para que aceptaran su coche, por caridad, al precio que fuese: había tanta demanda, que sólo se aceptaban coches de más de cuatro millones, y a condición de que estuviesen relucientes y tuviesen música en estéreo para los mecánicos; en este taller ya se había superado la era de la grasa.

Cuando al fin el martes pudo ponerse a trabajar -razón por la que se había quedado en Madrid de Rodríguez-, sólo fue para descubrir que su ordenador estaba muerto. Ni siquiera se encendía. 0, mejor dicho, sí se encendía, pero sólo para mostrar un bicho peludo, en el centro de la pantalla, que se mantenía más o menos quieto, pero que de vez en cuando movía lo que parecían antenas y se chupaba pensativamente lo que podían perfectamente ser patas. Un médico de urgencias de una clínica para ordenadores le indicó, tras los preceptivos exámenes, que duraron tres días, que ese individuo en medio de la pantalla era un virus, y de los más peligrosos. Expulsarlo de allí costaría un pico. En unos días -para entonces el virus había crecido un tercio- costaría dos picos. Y en un par de semanas sería más barato comprar un ordenador nuevo, y además se corría el riesgo de que, entretanto, el virus se aburriera dentro del ordenador y decidiese atacar.

Pero es que para entonces nuestro amigo (espero que ya le consideren un amigo) se había cargado la nevera. El solo, sin la ayuda de nadie, simple y estúpidamente intentando quitar con un cuchillo el hielo del congelador. La mirada de pena del técnico -después de rastrearlo por todo Madrid e irlo a buscar en la madriguera con aire acondicionado donde se ocultaba-, la mirada de conmiseración del técnico valió por todos los comentarios que ustedes se puedan estar haciendo, incluso multiplicados por dos. Como había hecho el mecánico del coche, él también miró el aparato con ojos un poco miopes, pero sabios, hizo un chasquido de escepticismo con la lengua, y sentenció: tírela. Y luego insistió, pues no se sentía muy seguro sobre la inteligencia de su cliente: tírela. Se le ha paralizado el compresor y se le ha salido el líquido. No tiene solución. Y en efecto: todo el congelador estaba salpicado, como después de una batalla, por un líquido verde que parecía sangre de extraterrestre y tenía un aspecto definitivo.Lo que ustedes no saben es que la verdadera historia comienza aquí. Pues finalmente nuestro héroe (supongo que ya no habrá dudas al respecto) se tuvo que comprar un coche nuevo que, como es ya del tiempo de la recuperación económica y la boyantía de la Bolsa, le exige aire acondicionado, CD y mujeres guapas en el asiento del copiloto, y se resiste a ser aparcado frente a bares de medio pelo. Una vez fumigado el virus del ordenador, y cuando ya no tenía solución, se dio cuenta de que todos los magníficos diseños con que se había estado ganando la vida en la última década -y razón por la cual se había quedado de Rodríguez en Madrid- eran obra del talento del virus, no suya (lo cual ya venía sospechando desde hacía un tiempo). Y ahora resulta que su mujer, que acaba de volver de Marbella, dice que esto de meter las botellas en agua fría en la bañera no es plan, y que de eso no se había hablado. Quiere una nevera. Y con la sangre de extraterrestre en, su sitio.

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