Muerte y Cía
Un verdadero coleccionista no compra sólo las cosas que paga, sino también todo lo que hay detrás de ellas: sin duda, el sombrero que usó Humphrey Bogart en Casablanca, los guantes que llevaba Rita Hayworth en Gilda o la guitarra que Jimi Hendrix tocó en Woodstock son para sus actuales propietarios mucho más que simples objetos, tal vez porque los consideren un modo de emparentarse, en cierta forma, con las personas que una vez fueron sus dueños, gracias a esa extraña relación que siempre existe entre el hombre que encuentra un tesoro y el hombre que lo había enterrado. Lógicamente, cuanto mayor es la significación histórica del objeto, más fascinación produce: hace poco se subastaron con fines benéficos algunos vestidos de Diana de Gales. Fue un éxito. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Cuánto valdrá dentro de poco el traje que llevaba la princesa la noche que se mató en París?Naturalmente, los coleccionistas pueden ser tan distintos entre sí como lo sean el valor cultural, económico o histórico de las cosas que persiguen, pero en el fondo hay menos diferencias de las que parece entre el aficionado al arte que puja por un picasso en una subasta y los fans que una mañana le compraron al dueño de un hotel de Londres trozos de las sábanas donde la noche antes habían dormido los Beatles; entre el creyente al que un charlatán le vende una falsa reliquia -una astilla de la cruz de Cristo, unos hilos de la túnica de san Francisco de Asís- y la millonaria norteamericana Mabel Dodge Luhan, que le cambió a D. H. Lawrence el manuscrito de Hijos y amantes por un rancho en Taos, Nuevo México. La similitud entre unos y otros ejemplos puede ser todo lo discutible que se quiera, pero lo cierto es que nadie negará que el deseo de poseer un fragmento de lo que se admira por encima de todo a veces puede conducir hasta límites enfermizos a lente de posición y características muy distintas: es verdad que el cantante Michael Jackson quiso llevarse a su casa el esqueleto del hombre elefante, pero también que el dictador Francisco Franco tenía en la suya la supuesta mano incorrupta de santa Teresa de Jesús.
Esos dos casos demuestran la clara relación que existe entre el coleccionismo y la necrofilia, quizá porque al desaparecer los hombres sus posesiones logran otra dimensión: la de cosas que se quedaron de este lado, la de objetos que alguien le pudo robar a la muerte. Y su valor aún se vuelve a multiplicar por 10 cuando esos objetos son justo los que llevaron a sus dueños al más allá. Recientemente, EL PAÍS ha publicado algunos. ejemplos extraordinarios: el del coleccionista Anthony Pugliese, al que robaron el Aston Martin DB-5 que salía en la película de la serie James Bond Goldfinger y que es también el propietario de la pistola con que Jack Ruby mató a Lee Harvey Oswald -el asesino de John F. Kennedy- en una comisaría de Dallas, en 1963; o el del dueño anónimo de la motocicleta Brough Superior con la que se estrelló y perdió la vida Lawrence de Arabia en 1935, que la saca a la venta con un precio inicial de dos millones de libras -unos 480 millones de pesetas-. Los patrocinadores de la subasta daban a entender que si el precio resulta tan alto es precisamente porque la moto del autor de Los siete pilares de la sabiduría aún conserva, pese a haber sido reparada y estar en condiciones de poder utilizarse, algunas señales del accidente.
La fascinación por la muerte, por poseer o llegar al menos a tocar sus herramientas, tiene una larga historia y un montón de gente que ha intentado hacer gracias a ella un buen negocio, como el doctor William S. Esrich, de Burbank, California, que compró por mil dólares los restos -apenas un montón de chatarra- del Porsche Spyder 550 con que James Dean se mató en Polonia Pass en 1955, lo reconstruyó y se hizo rico cobrando 50 centavos por mirarlo y un dólar por subirse un par de minutos a él. A estas alturas es fácil imaginar que alguien esté pensando en hacer lo mismo con el Mercedes 600 negro de Dodi Fayed en el que se mató Diana de Gales, y en cualquier caso conocemos el estremecedor relatos de algunos testigos que vieron cómo varios de los fotógrafos que tal vez provocaron el suceso "sacaban fotos de la princesa Diana agonizando entre la chatarra" nada más producirse el accidente; incluso conocenos el precio de las imágenes: 150 millones de pesetas. Después de condenar la actitud desalmada de los paparazzi, aparece una pregunta inquietante: ¿cuántos ejemplares venderá la revista que las publique?
De la fascinación por la muerte en accidentes de coche trata la última película de David Cronenberg, Crash, que cuenta la vida de un grupo de personas que han sufrido uno y viven obsesionados por ello; que se dedican a reproducir choques célebres como los que le costaron la vida a la actriz Jane Mansfield o al propio James Dean: por las noches se reúnen en una pista ilegal y uno de ellos se sube, por ejermplo, a un Spyder plateado como el del protagonista de Rebelde sin causa y otro conduce un Ford Sedán blanco y negro como el que llevaba Donald Turnupseed, el estudiante de California contra el que se estrelló Dean, y luego se lanzan uno contra el otro, reproducen metro a metro el golpe, mientras el público aplaude desde la grada...
Aunque, sin duda, uno de los casos más inquietantes de necrofilia es el del carnicero de Milwaukee, el criminal que mató y emparedó a varias personas en su propia casa y cuyos macabros utensilios -la sierra con que les descuartizaba, la olla donde deshacía sus restos- se intentaron sacar a la venta en una subasta, cuyo fin era el de indemnizar a los familiares de las víctimas. Seguramente no le habrían faltado compradores.
El mensaje espantoso de todo este asunto es que no hay nada que no pueda venderse, que existe un repulsivo mercado del horror al que le importa más la oreja de Van Gogh que cualquiera de sus cuadros; más los casquillos de las balas que mataron a Lorca que Poeta en Nueva York; un mercado siniestro al que El Evangelio según san Mateo le interesa menos que el coche que arrastró a Pasolini por las calles de Ostia, cerca de Roma, en 1975; para el que la escopeta con que Hemingway se suicidó en su casa de Ketchum es más importante que Fiesta o Tener y no tener o Por quién doblan las campanas.
Algunos medios de comunicación también apelan desde hace un tiempo a la necrofilia, haciendo de casos tan dramáticos como el del triple crimen de Alcàsser o el de Anabel Segura un espectáculo en el que ya no se vende, sino que se regala a la audiencia cada pequeño detalle de la masacre; donde el sufrimiento de las víctimas se parte en pequeños cuadrados -lo mismo que aquellas sábanas en las que durmieron una noche los Beatles- y se arroja a las cámaras sin ningún pudor, sin ningún límite, sin ahorrar un solo detalle, por espeluznante que sea, a veces con la complicidad de los mismos familiares, que, como es lógico, viven atormentados, hundidos en un dolor al que tienen derecho, pero que puede deformar las cosas.
Igual que en las malas películas de intriga, donde cualquier truco vale con tal de mantener el suspense, en estos programas o reportajes se formula cualquier teoría, por disparatada que sea, se apunta hacia cualquier parte, aunque allí no exista ninguna diana, y, sobre todo, se profundiza en las heridas, se usa la vara de medir audiencias, para remover la sangre derramada. A este lado de los televisores, a este lado de las revistas, el público asiste hechizado a la ceremonia del dolor, conoce cada paso, cada movimiento, cada segundo del crimen, casi puede mirar a las víctimas desde los ojos del asesino. Muerte y Cía., así es como se llama un libro de Dashiel Hammett. Es una buena definición, porque parece englobar tanto a los criminales como a todos los que hacen un buen negocio con sus crímenes.
El 26 de agosto de 1950, antes de suicidarse en el hotel Roma, en Turín, el escritor Cesare Pavese dejó esta nota: "Perdono a todos y a todos pido perdón. No curioseéis demasiado". No sabía lo que estaba pidiendo. Imagínense a Diana de Gales. Imagínense que tal vez lo último que vieron sus ojos fue cómo alguien le hacía una fotografía.
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