Parábola del centauro
Corrían como Dios, corrían como negros. El keniata vitoriano Martín Fiz y el somalí de Soria Abel Antón. Una gloriosa y africana España se disponía a entrar triunfal en el Panathinaikos, demostrando, una vez más, que cuando el Gobierno se toma un descanso, todo va mejor. Pero allí se escenificó también un drama, un tremendo conflicto ético. Como en los momentos estelares, cuando el desenlace de la historia depende del canto de moneda de un gesto humano, todos nos preguntamos con la mirada: ¿tú qué harías? O quizá, mejor: ¿cómo lo harías?El maratón de Antón versus Fiz ha dejado una estela de parábola bíblica. No es la de Caín y Abel. No sabemos muy bien qué es lo que nos quiere decir esa parábola. Quizá sea de provecho para moverse en el mundo de los negocios y de la política. Fue una victoria del cálculo sobre la épica, de la especulación sobre el trabajo. El patriotismo deportivo ha atenuado la polémica. Si fueran otros los colores de Antón, le estarían dando hasta en el pasaporte.
La finalidad del deporte no es la meditación pero esta carrera nos ha dejado meditabundos. Si hubiese transcurrido de otra forma, sólo corazón contra corazón, pulmón contra pulmón, músculos contra músculos, no leeríamos con inquietud en el poso de la victoria. Pero hubo algo más. Fue esa exhibición obscena de cálculo humano, el frío cálculo cerebral de la carrera de Antón lo que nos agarrotó el aplauso final. En correspondencia, también el aplauso se tornó calculador, frío, cerebral.
No es un reproche a la inteligencia. Los dos corrieron con inteligencia, midiendo sus tiempos, ajustando sus ritmos. Uno se impuso al otro. De eso se trataba. El dios de la competición es una deidad bélica, implacable. Por un momento imaginamos el detalle imposible. Antón que refrena el sprint, espera por Fiz, y entran juntos de la mano en la meta. Tonta ocurrencia. Eso sí que sería una humillación.
Antón se clavó a la buena sombra de Fiz. No hizo ningún relevo ni tampoco enmascaró su intención. Fiz notó el aliento del destino, pero siguió mirando al horizonte. Cuando Antón encaró la meta, se había desembarazado del cuerpo de Fiz, pero no de su sombra. Ya estaba poseído por ella. Todos sentimos que fue, en realidad, un centauro llamado Antón Fiz el que ganó el maratón.
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