La secta de los fugitivos
"Un atento observador", como dirían las novelas de quiosco, puede aprender a detectarlos, y con cierta práctica se les llega a reconocer con un simple golpe de vista, primero en los aeropuertos y gasolineras de entrada a la ciudad, y luego ya instalados en las terrazas, los museos, los desiertos cines con películas cada vez más tontas, y hasta en las aún más desiertas rebajas de agosto. Y son fáciles de reconocer porque, en mitad del asfalto y en la vertical del sol, manchados de sudor y con el estómago hecho polvo por los helados, sonríen, sonríen ensimismada y misteriosamente como si los demás nos estuviésemos perdiendo algo.Eso fue, naturalmente, lo que me condujo a observarlos, y luego a intentar ganarme la confianza de uno de ellos. Yo soy de los que, si veo a alguien mirando al cielo en una esquina, me paro a averiguar qué es lo que ve (por lo general, no miran nada, sino que quieren agrupar a un grupo de incautos para venderles crecepelo: gracias a mi curiosidad yo mantengo el mío).
Me fui, pues, a la Gran Vía, que es adonde llegan los más novatos, y después de observar a unos cuantos, dispersos por la calle y admirando los edificios (sí, admirando), me decidí por uno que me pareció particularmente cansado: quizá tuviese la guardia baja. Al término de una cerveza helada aceptó que venía agotado, pero feliz: ya estaba en Madrid, lejos del sol oficial, la paella, el mar aceitoso, los cuerpos enrojecidos y el permanente olor a nivea, que entremezclado con el de pizza margarita y hamburguesa no consiguen arrancar de la nariz ni las borrascas de septiembre.
A ese primer miembro de la secta -porque se trata sin duda de una secta, aunque ellos no lo sepan y aún no les haya salido un jefe, un líder, un guía, que les saldrá fatalmente- se le había hecho tarde para emprender la fuga. Eso que ocurre, que no puedes terminar los asuntos a tiempo, y se te meten en las vacaciones y te retrasan la húida, y este año había podido recuperar ciertas terribles experiencias que, escapado a tiempo durante los últimos años, su memoria, selectiva, había tendido a olvidar.
Fue así como, procurando dominar mi espanto y que no se me adivinara en la palidez, el temblor de la voz o las pupilas dilatadas, escuché al hombre el relato de su infortunio. Él, al menos, gracias a su experiencia, había tenido suerte y logrado escapar a tiempo. Otros -y en esos puntos suspensivos se le quebró la voz y se le nublaron los ojos por la impotencia-, otros habían sido cazados por la horda cuya avanzadilla estableció la primera cabeza de puente el 1 de julio. Ya era demasiado tarde para salvarles.
Y lo peor de todo es que se sabía. Mil, cien mil, un millón de signos, profecías, datos objetivos procedentes del espionaje industrial habían advertido en todos, los idiomas europeos que este año se volvería a repetir el desastre, uno de los pocos desastres naturales que se cumple a fecha fija: por tierra, aire y mar, el 1 de julio llega a la costa una ansiosa horda que toma al asalto las playas y hoteles, que ocupa restaurantes, se incauta de mercados, invade aceras, que toma el espacio en general y en particular el silencio, y que imposibilita la vida o al menos la hace sumamente difícil.
Pese a la fuerza cada vez más imparable de la invasión, no todo estaría perdido, pues siempre cabe la resistencia -"siempre", insiste el hombre, que hizo la guerra en Aragón-, pero es que la invasión tiene un aspecto realmente tenebroso contra el que sólo cabe atarse al palo, como Ulises, o huir, que es lo que hace él todos los años.
Y es que el ejército invasor, dotado de apuestos capitanes, bellísimas sirenas, estridentes centauros y no pocos baúles de oro procedentes de otras incursiones, consigue rápidamente apoyo entre la población local, que, a cambio de unas cuantas monedas y que el pueblo salga del anonimato y figure en el mapa de la pornografía rosa internacional, les permite que esclavicen a su gente en trabajos de sol a sol, que aceiten la arena de las playas y construyan enormes barracones para alojar a tanta tropa, y que encima -y ése sí es un triunfo- exista el consenso de que eso es el paraíso sobre la tierra y todos se esfuercen en pagar lo que no tienen para ir a él.
"Vacaciones" llaman a ese acto de guerra y sometimiento.
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