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Tribuna
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Ceder el paso

Sólo faltaba una encuesta que lo corroborara y ya la tenemos: una gran mayoría de españoles están de acuerdo con la retirada de Felipe González. O sea que lo obvio, la necesidad de renovación interna del PSOE, coincide con el sentir popular. Se diría que estamos ante una nueva versión del huevo de Colón. Pero no es el caso. Un axioma no lo es tanto cuando se trata de asuntos políticos. De hecho, con mucha frecuencia, las actitudes de los políticos no siempre se justifican por el respaldo popular y a menudo no se entiende para nada el por qué hacen una cosa o dejan de hacerla. Y no digamos ya a la hora de los nombramientos: se puede nombrar para este o aquel cargo a una persona, por ejemplo a un ministro o ministra, y mantenerla después a pesar de que nadie, a excepción por supuesto del jefe de Gobierno, vea en él, o en ella, especiales cualidades para desempeñar su función. Y es que la política y ciertos comportamientos de los políticos tienen a menudo un halo si no de misterio, que tampoco es eso, sí de autismo en relación con la opinión pública a la que supuestamente dicen seguir.Esta vez, sin embargo, todos de acuerdo: la retirada de González es oportuna y abre en su partido un positivo proceso de renovación. Sobre las causas que la han motivado ha habido más diversidad de opiniones. Pero interesan menos que el hecho en sí. Y que da oportunidad a la política española de desprenderse del asfixiante peso del líder carismático que la ha protagonizado hasta el empacho. A la larga, los cesarismos tienen ese problema: terminan inoculando anticuerpos.

El caso es que ya no está González. Como no está Suárez, ni Carrillo, ni Redondo, ni otros padres de la transición. Pero quedan todavía muchos. El más longevo, políticamente hablando, Fraga, que, junto a Arzalluz y Pujol, forman el triángulo de políticos españoles incombustibles. Por cierto, ¿qué tendrán los nacionalismos para que sea tan difícil la sucesión de sus líderes? Pero quizás se pueda decir que se ha agotado un ciclo. Coincide con ese fenómeno de las multitudes en la calle en el mes de julio. Cuando creíamos que este país era incapaz de movilizarse por nada, cuando sentíamos que la política estaba sólo en manos de profesionales del poder, los ciudadanos salen de sus casas y demuestran que ésta es una sociedad conexionada que defiende vivir en libertad. En todas las ciudades, los políticos que encabezaban las manifestaciones quedaron diluidos y pasaron a segundo plano. El protagonista indiscutible fue una multitud que, no nos engañemos, no clamaba sólo el fin de la violencia. Con su presencia y su irreprochable comportamiento parecía exigir también nuevos modos de hacer y de sentir la política. No era difícil ver en las cabeceras de las manifestaciones caras de asombro e incluso de preocupación. ¿Cómo, interpretar el mensaje?

En España y en toda Europa existe un cansancio infinito de la política, de ciertos modos de hacer política. Las denuncias sobre el agotamiento del sistema democrático llueven sobre mojado desde hace mucho tiempo. Fallan los cauces de representación y los partidos se han convertido en máquinas electorales, oligárquicas y cerradas sobre sí mismas. Conciben la democracia como un modo de llegar al poder. Pero una vez en él, gobiernos y partidos la practican poco. De hecho, se cierran en banda a la hora de las reformas, ayudados de manera más o menos explícita por quienes pasan a la oposición y esperan volver al poder con espíritu de reconquista. Es decir, de continuar con el uso y disfrute de las mismas prebendas que dejaron. La alternancia ha derivado en una especie de rueda donde el que llega conserva prácticamente intactas las mismas indeseables costumbres del Gobierno anterior: amiguismo en los nombramientos, purgas en la Administración y manejo partidario de la misma, "rodillo" parlamentario, ocupación de todo espacio de poder con desprecio de la sociedad civil, manipulación de los medios de comunicación públicos, continuación del nefasto sistema de cuotas para cubrir los puestos de las altas instituciones del Estado y un largo etcétera de malas costumbres que corren el riesgo de entronizarse, más bien petrificarse, de cara al futuro.

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Todo ello cobra en España especial relevancia después de la llegada al poder del Partido Popular, para quien la justificación de algunos desmanes y abusos ha sido, y es, "que eso también lo hacía el PSOE". En algunos aspectos es evidente que la democracia funciona mal en España. Leyes como la electoral, la de financiación de los partidos, el estatuto de RTVE, el reglamento del Congreso y del Senado, entre otros, necesitan su urgente puesta al día. Sin embargo, ningún cambio apreciable se otea en el horizonte. Como no se ve por ninguna parte, se diría más bien todo lo contrario, que ni avanza la democratización de los usos y costumbres en la administración del poder, ni el abrir nuevos cauces para la participación ciudadana. El déficit democrático es cada vez mayor y se amplía en círculos concéntricos desde la Administración del Estado a las de las autonomías y municipios. En fin, es bueno que Felipe González se haya marchado de la dirección del PSOE. Me resisto a creer que fuese el único tapón que impidiese una más que necesaria, imprescindible renovación de la política española en la que demasiados políticos llevan demasiados años cantando la misma milonga. Y luego, claro, pasa lo que pasa: desmovilización social, escepticismo de los jóvenes, militancia partidaria en decadencia y desapego ciudadano hacia la política. No se trata de defender a palo secó y porque sí cierto relevo generacional. Eso ya lo ha hecho el PP y ha sido peor el remedio que la enfermedad. Los jóvenes cachorros de la derecha española, en muchos casos, tienen más que ver con el pasado autoritario de sus abuelos que con el reformismo de sus padres. Sólo hay que comparar la extinta UCD con un gobernante PP que se ha pasado por la piedra la llamada cultura de la transición. De lo que se trata es de renovar la política, profundizando en la democracia y sin que el poder sea un coto cerrado de los partidos y de sus amiguetes.

Oir los discursos de la inmensa mayoría de los políticos en activo es llorar. Discursos clónicos, planos, conservadores y siempre autocomplacientes, la gran mayoría de los políticos en activo dan la sensación de no ver más allá de tres palmos de sus narices. Estos políticos que aburren a las ovejas por la reiteración y la falta de ideas de sus mensajes, ¿son los mismos que van a conducir este país en la travesía del siglo XXI? Si es así, apaga y vámonos. Desde la perspectiva de futuro, sería una lástima que Felipe González se quedase solo cediendo el paso en su partido. Hacen falta más, muchas más, retiradas y paso atrás. Encontrar otras voces para nuevos ámbitos. Ésa es la cuestión.

Pedro Altares es periodista.

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