El siglo XX
Al siglo XX se le ha definido ya, con mayor o menor fortuna, de muchas formas. En fechas recientes se han usado, entre otras denominaciones, estas que yo conozca: el siglo del psicoanálisis (Freud acuñó el término en 1897), el siglo del electrón (que Thomson descubrió ese mismo año), la edad de las masas, el siglo americano, la edad nuclear, la era posmoderna, el siglo de la comunicación, la edad del extremismo. Para su estudio ha aparecido, también en estos últimos años, un buen número de interesantes estudios de conjunto. En Italia, por ejemplo, se publicaron en 1996 dos libros (no traducidos) con títulos reveladores: La modernitá e i suoi nemici, -del historiador Piero Malogran¡, y L'Atinovecento, de Marcelo Veneziani. En España cabe citar, entre otros, El siglo XX. 1914-1991, de Eric J. Hobsbawn; Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX, de Gabriel Jackson, e Historia del siglo XX, de Marc Nouschi. Yo añadiría también El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, de François Furet, y La guerra civil europea, 1917-1945. Nacionalismo y bolchevismo, de Ernst Nolte, puesto que más que monografías sectoriales querían ser, y son de hecho, análisis capitales de cuestiones determinantes para la comprensión cabal de todo el siglo.No he citado los libros de Malograni y Veneziani por pura pedantería. Centran con precisión el que, a mi gusto, es el debate verdaderamente sustantivo sobre el siglo XX. El libro de Malogran¡ es una apología del progreso que el bienestar de la humanidad (economía, medicina, ciencia, niveles de renta y consumo, seguridad social, etcétera) ha experimentado desde 1900; Veneziani, por el contrario, se interroga sobre los costes existenciales, civiles, culturales y religiosos que la construcción del mundo moderno ha conllevado, desde la convicción de que la modernidad habría provocado sin duda un progreso material y científico incomparable pero que habría terminado por generar también un sentimiento de infelicidad colectiva y, desde luego, un gran vacío moral.
El libro de Gabriel Jackson que citaba más arriba, Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX, incide desde luego en ese debate. Es en buena medida una reflexión ética sobre nuestro tiempo (como corresponde a su autor, un historiador en cuya obra alienta siempre un hondo sentido moral ante las cosas, como ya era evidente en La República española y la guerra civil 1931-1939, el admirable libro que escribió en 1965). La tesis de Jackson, recogida en el mismo título de su libro, civilización y barbarie, es que el siglo XX ha producido espléndidas realizaciones intelectuales, científicas y culturales -las ciencias naturales y sociales, las bellas artes y la música- suficientes por sí mismas para mejorar la vida, elevar nuestra conciencia y ensanchar decisivamente nuestro conocimiento; pero que ha producido también dos guerras mundiales atroces y devastadoras, el horror nazi, la dictadura soviética, la división de Europa entre 1945 y 1989 (el libro se refiere sólo a la historia europea) y, ya en estos últimos años, las limpiezas étnicas de la ex Yugoslavia.
Cabría, pues, vertebrar una interpretación general del siglo XX en torno a dos grandes tesis. Primero: la revolución tecnológica, económica y social que el mundo occidental experimentó en las últimas décadas del siglo XIX y primeros años del XX alteró sustancialmente las estructuras de la sociedad y de la política y creó las fuerzas colectivas -ante todo, el nacionalismo- que erosionaron el orden liberal del siglo XIX y provocaron la I Guerra Mundial, acontecimiento que aparecería como particularmente decisivo puesto que de ella salieron nada menos que la revolución rusa, el fascismo, Hitler y la desaparición de los imperios austro-húngaro y otomano. Segundo: la evolución de la vida intelectual y cultural a lo largo de todo el siglo y la misma progresiva prosperidad que el mundo conocería desde el Final de la II Guerra Mundial cambiaron la vida material, las formas del comportamiento colectivo, las relaciones sociales, el horizonte vital, si se quiere, del hombre occidental, esto es, sus ideas y creencias básicas, y generaron, en efecto, ese gran vacío moral que muchos observadores creen impera en la vida contemporánea.
Este último punto es, conviene dejarlo claro, un argumento a menudo esgrimido por el pensamiento conservador moderno. El filósofo británico Roger Scruton, por ejemplo, suele atribuir ese vacío espiritual que parece anidar en la conciencia moderna -y vivimos ciertamente una época en que cualquier atrocidad, cualquier horror, toda vulgaridad, toda conducta antisocial parecen estar permitidos- a los valores mismos que inspiran, desde el siglo XVIII, las ideas de bienestar y progreso: al pluralismo ideológico, a la permisividad moral, a la pérdida o rechazo de la religión, a la tolerancia sexual, a la visión misma de la vida como placer.
El juicio de la historia nunca es tan categórico. Pero el argumento no carece de fundamento. Desde luego, el siglo XIX vio cómo las formas tradicionales de la vida religiosa fueron perdiendo gradualmente su función como elemento de cohesión social. Elaborar una ética laica y liberal que sustituyese a la religión vino a ser así uno de los grandes problemas del siglo XX. Por lo que sabemos, eso no ha tenido hasta el momento solución convincente. La Guerra Mundial alteró radicalmente la conciencia de la humanidad. Hechos como el holocausto y como el estalinismo sólo son posibles cuando la sociedad no se fundamenta en pautas morales sólidas y vigorosas.
Pero tampoco convendría precipitarse a conclusiones desesperanzadas y pesimistas. Jackson, por ejemplo -por volver al argumento anterior-, ve en su libro el futuro de Europa con esperanza. En primer lugar, en razón de la importancia y magnitud que las políticas de bienestar y seguridad social han adquirido desde 1945, una conquista sin duda irreversible; en segundo lugar, a la vista del derrumbamiento de los regímenes comunistas en la Europa del Este, del fracaso del comunismo como ideología. El futuro, para Gabriel Jackson, es el liberalismo: una economía de mercado limitada y corregida por reformas humanitarias, libertades individuales, libertad de expresión, política constitucional, tolerancia. Visto lo ocurrido en estos últimos cien años, habrá que desear que lleve razón: el liberalismo democrático es casi la única ideología no asociada en el siglo XX a violencia y destrucción.
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