Mala suerte
A mis amigos sufrientesEl pobre diablo entró en aquel bar y se sentó junto a una ventana sin levantar la cabeza. Apoyó los codos sobre la mesa, se secó el rostro con un pañuelo y, en ello, apareció el camarero. Durante varios segundos, ambos miraron la calle: llovía a cántaros en Tirso de Molina y algunos transeúntes corrían a refugiarse en los portales. "¿Qué va a ser?". El pobre diablo se encogió de hombros y respondió en voz baja: "Un volutas sin filtro". No gustaba mucho del cannabis y carecía de sentido derrochar su dinero en un Magic o en cualquier otro producto de primera línea. Él era un padre de familia bien situado, afable, con empleo fijo y sin estridencias, conocidas, pero guardaba un secreto aterrador: bebía vino; y lo hacía regularmente, desde muy joven. Por un momento pensé en lo agradable que resultaría pedir un chato y saborearle, allí mismo a la vista de todos. Pero el vino, por desgracia, como el whisky, como el ron, como la ginebra y como cualquier otra variedad alcohólica, era una sustancia prohibida, ilegal, perseguida, y el mundo oficial despreciaba a sus adeptos. "Mala suerte", se dijo en voz alta, coincidiendo con la llegada del camarero; y éste asintió solidario, dando por hecho que el cliente aludía al clima. El pobre diablo pagó, encendió el cigarrillo y siguió mirando la calle a través del ventanal; estaba citado en aquel bar con un proveedor al que no conocía personalmente: un sujeto que llegaría a las seis en punto, con gabardina, y que preguntaría por Onofre. Un plan peligroso, casi un desatino, pero no estaban los tiempos para remilgos. Desde hacía 10 años venía tratando sus asuntos con el mismo individuo, un mecánico de Usera con buenos contactos en los viñedos clandestinos de Aranjuez, pero su camello había sido encarcelado a primeros de marzo y desde entonces el pobre diablo no levantaba cabeza: le pegaron un palo en Chueca mientras negociaba una dosis de rioja, se libró por los pelos de una redada en un lujoso pub de la Castellana 3, una noche de mayo se intoxicó con un botellín de borgoña auténtico que luego resultó ser un combinado de tinta china, disolvente y agalla de roble. Era un pardillo, lo sabía, y cualquier escándalo que le relacionara con el mundo del vino podía suponerle un revés definitivo. El deshonor. La pérdida del trabajo. La cárcel, tal vez.
En ese momento entraron dos carteros y se acomodaron en la barra. Discutían animadamente sobre Ronaldo y pidieron una jarra de limonada. Uno de ellos lió con soltura un tubito y luego dejó en el mostrador su bolsita de marihuana y su librito de Smoking. En la otra esquina de la barra, entretanto, un parroquiano reprochaba al camarero ciertas deficiencias en el servicio: a su entender, la trompetilla que le habían servido no era libanesa, sino nacional. Lo notaba perfectamente en la aspereza del humo. El camarero, con gesto cansino, sacó entonces la placa madre de hachís y mostró al cliente el sello oficial de Tabacalera.
Ya eran casi las ocho y el hombre de la gabardina no había aparecido. El pobre diablo se levantó, se despidió y salió a la calle. Aún llovía, olía a tierra mojada y echó a andar hacia la Puerta de Toledo: Duque de Alba, Cascorro, Curtidores, los puntos habituales de venta fúrtiva, pero la policía apretaba de lo lindo y no encontró a nadie en la zona. Madrid le pesaba, le amenazaba, y paró un taxi en defensa propia. Estaba deprimido. "¿Un cañamito turco?", preguntó el taxista. "Los prepara mi madre y le salen muy suaves". El aceptó con una sonrisa y se puso a fumar.
En casa había una nota sobre la mesa: su esposa y los niños cenarían con la abuela y volverían a eso de las once. El pobre diablo se dirigió al mueble bar y vio lo de siempre: un manojillo de grifa, cáñamo de aroma y unos cien gramos de polen Regalías, el mejor del mercado, que su mujer reservaba para ocasiones especiales. Lo de siempre, se dijo cerrando el mueblecito. Y entonces, como, casi todas las noches, tomó su libro de cabecera, se sentó en el sofá y abrió El lazarillo de Tormes. Buscaba su pasaje favorito: un agujero en una vasija, un canutillo, unos sorbos de vino a escondidas,... Aquel chaval era un lince, sin duda alguna, pero el ciego no se quedaba atrás y terminaba destrozándole la cara. Moraleja: mala suerte.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.