Montesquieu ha muerto, ¡viva Hobbes!
En una larguísima e interesante entrevista realizada por Jesús Ceberio hace unos días (EL PAÍS, 29 de junio de 1997), Felipe González hacía un repaso exhaustivo a numerosos e importantes aspectos de nuestra vida política. Resulta imposible, dada su complejidad y variedad, un comentario puntual a todos y cada uno de los asuntos tratados en la misma. Sí quisiera formular, sin embargo, algunas reflexiones en torno a uno de los aspectos a los que más obsesivamente alude el señor González a lo largo de la citada entrevista. Me refiero a la función del poder judicial en las democracias y, más concretamente, al papel de los jueces en el vigente sistema democrático español.Debo confesar que sus opiniones sobre esa materia me han producido no sólo perplejidad y asombro, sino también una enorme preocupación y, por qué no decirlo, un inevitable escalofrío. Un estremecimiento tanto más justificado si tenemos en cuenta que sus afirmaciones reflejan un sentimiento profundamente acendrado en el conjunto de las élites. políticas tanto de España -valga como botón de muestra el preocupante talante autoritario del actual Gobierno de Aznar- como de los otros países de nuestro entorno. Pero vayamos al grano.
La tesis expresada por el señor González puede quedar resumida de la siguiente manera. Desde hace dos siglos ha existido aquí una desconfianza, incluso una demonización, hacia el poder ejecutivo. Esa desconfianza ha provocado una tendencia a desplazar las responsabilidades que corresponden al Ejecutivo hacia otros poderes. Dado que el Ejecutivo y el Parlamento mantienen una clara interdependencia, al final el gran beneficiario de esa situación de desconfianza ha resultado el poder judicial. Ello ha traído como consecuencia una ruptura del equilibrio de poderes a favor del poder judicial. La verdad es que la tesis -el disparate, diría yo- no tiene desperdicio.
Es cierto que, en España, algunos órganos del poder judicial se han visto obligados a mantener, en los últimos años, un protagonismo muy superior a lo que resulta habitual en los sistemas democráticos. Pero no es menos cierto que, salvo en el caso de algunos jueces irresponsables, esa actuación del poder judicial ha venido derivada, con carácter general, de la necesidad de dar respuesta a determinados conflictos que se han suscitado en la aplicación e interpretación de las leyes y a determinadas violaciones de derechos. El origen de tales conflictos no ha provenido, por lo tanto, del poder judicial, sino de una inadecuada actuación de los otros dos poderes, particularmente el ejecutivo.
Por otra parte, también es cierto que el poder judicial puede, en un determinado momento, limitar notablemente la capacidad de actuación de los otros poderes. Pero no es menos cierto que esa capacidad controladora se halla sometida. a límites muy importantes. Habría que recordar aquí que, por mandato constitucional, a los jueces les está estrictamente vedada la función de crear derecho, y que su labor queda limitada a la interpretación y ejecución de las leyes aprobadas, precisamente, por los poderes legislativo y ejecutivo.
Conviene por ello aclarar, a fin de situar las cosas en sus justos términos, que si bien el poder judicial constituye una pieza fundamental del Estado de derecho, su protagonismo queda prácticamente reservado al ámbito exclusivo del cumplimiento efectivo de los derechos y libertades fundamentales. Fuera de ese ámbito, el poder judicial, al menos el poder judicial ordinario contra el cual lanza sus dardos el señor González, apenas tiene protagonismo alguno. Dicho de otro modo, las grandes decisiones políticas que rigen la vida de un país no se cuecen en los tribunales, sino en el seno, precisamente, del poder legislativo y, sobre todo, ejecutivo.
Por ello, la amarga crítica del señor González al poder judicial, además de desacertada e injusta, me trae a la memoria, inevitablemente, la frase evangélica de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. Dado que, al parecer, nuestra memoria sigue siendo enormemente flaca, conviene recordar aquí, una vez más, cuáles son los principios sobre los que se sustenta cualquier sistema político que se precie de democrático. Tales principios se concretan en dos reglas extraordinariamente sencillas, a saber: control de los gobernados sobre los gobernantes y control mutuo entre los gobernantes. Pues bien, el problema, la gran tragedia de los actúales sistemas democráticos radica en que ambos controles brillan por su ausencia.
Dejando al margen el primero de los controles, y centrándonos aquí en el control mutuo entre los gobernantes, que es el que preocupa al señor González, parece necesario recordar que el fracaso de ese control no es achacable al poder judicial, sino a los poderes legislativo y ejecutivo. Cualquier estudiante de derecho sabe perfectamente que el actual desequilibrio de poderes se deriva de una doble consecuencia: de una parte, la creciente absorción de funciones por parte del ejecutivo, y de la otra, la incapacidad del legislativo para controlar al ejecutivo. Y ese mismo estudiante sabe, también, cómo y por qué se ha llegado a esa situación. Una situación que no es de hoy, sino que proviene de muy antiguo y que, como denunciaba Carl Schmitt en 1926, se deriva de que el sistema parlamentario ha llegado hasta el punto de que "todos los asuntos públicos se han convertido en objeto de botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores, y la política, lejos de ser el cometido de una élite, ha llegado a ser el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general despreciada, clase".
El sistema parlamentario de gobierno se basaba en una relación de mutua confianza entre el Gobierno y el Parlamento, y esa relación de confianza se manifestaba en la práctica a través de una serie de instrumentos que permitían el establecimiento de un control mutuo y permanente entre ambos poderes. Pues bien, el Estado de partidos ha invalidado en la práctica tales instrumentos de control convirtiéndolos en perfectamente ineficaces. De esta forma, los sistemas parlamentarios europeos, y de forma muy particular el español, se han convertido, de facto, en auténticos sistemas presidenciales encubiertos. El resultado de todo ello es que el poder efectivo de los Gobiernos parlamentarios que disponen de mayoría absoluta, y el señor González dispuso de ella durante mucho tiempo, no envidia para nada, en la práctica, al poder del que dispone el presidente de EE UU, con la particularidad de que este último se halla sometido a un control mucho más estrecho por parte del legislativo de lo que se encuentran aquéllos.
La queja del señor González hacia el poder judicial puede ser humanamente comprensible pero, en ningún caso, políticamente justificable. Pocos políticos democráticos de nuestra época han dispuesto de un poder tan inmenso como el suyo. Durante los años en los que obtuvo la mayoría absoluta, el sistema parlamentario quedó reducido a una pura caricatura, al menos en lo que se refiere al control del Parlamento sobre el Gobierno. Por ello, el control institucional de su Gobierno quedó reducido a la posibilidad modesta, pero también molesta, de intervención del poder judicial. Y el poder judicial ha ejercido, afortunadamente, esa función, y lo ha hecho, precisamente, en el ámbito que la Constitución le confiere, el de la salvaguardia de los derechos y libertades fundamentales.
Al señor González le irrita profundamente que los jueces le pidan responsabilidades a él o a quienes fueron sus subordinados. Le irrita tanto que equipara esa exigencia de responsabilidad con el sometimiento "a una combinación funesta de gente que no cree en la democracia y de fundamentalistas". Por ello, frente al acoso de la chusma propone algo tan democrático y tan elegante como aplazar durante 20 años la publicación de documentos comprometedores relacionados con la guerra sucia, "como hacen todos los países civilizados y serios, los que quieren y creen en la democracia". Tan elegante y tan democrático que, cuando Jesús Ceberio le recuerda, con razón, que los familiares de las víctimas tienen derecho a que se haga justicia sin esperar a la historia, el señor González no sabe qué responder y se nos descuelga con una asombrosa cabalgada hacia los cerros de Úbeda.
He dicho antes que la lectura de la entrevista objeto de este comentario me ha producido un inevitable escalofrío. Creo sinceramente que mi reacción dista mucho de ser exagerada. Y es que el mundo de las ideas en el que se mueve Felipe González -y me temo que es el mismo mundo en el que se mueven la mayor parte de los líderes democráticos, tanto de España como del extranjero- me retrotrae inevitablemente a una época tan lejana como 1651, fecha en la que Hobbes publicó su Leviathan. En el capítulo XXIX de esa obra, Hobbes analiza las causas que, en su opinión, debilitan o tienden a la desintegración de un Estado. Entre ellas se halla el hecho de que "el poder soberano está sujeto a las leyes civiles. (...) Este error que coloca las leyes por encima del soberano sitúa también sobre él un juez y un poder para castigarlo; ello equivale a hacer un nuevo soberano, y por la misma razón un tercero, para castigar al segundo, y así sucesivamente, sin tregua, hasta la confusión y disolución del Estado". Como puede verse, parece llegado el momento de enterrar definitivamente a Montesquieu y restaurar con todos sus honores al viejo Hobbes. ¡Quién lo hubiera dicho!
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