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Crimen pasional

Durante largos años estuve profesional y empresarialmente vinculado a un popular semanario de sucesos. En alguna ocasión era entrevistado y resultaba impepinable la pregunta acerca de lo que pensaba del crimen, en general. Era sincero al responder que en España, a mi juicio, se mataba poco y mal. No era una contestación difícil, pues el país vivía las consecuencias de una guerra y en plena dictadura, en la que la más elemental de las precauciones consistía en desarmar a todo el mundo, salvo a la minoría que se consideraba indispensable para mantener un orden público que no admite discusiones. O sea, descartadas. las armas de fuego, cuyo refugio estaba en manos de los cazadores, a su vez competentemente controlados por la Guardia Civil. Eso y la creencia, muy difundida, de que el homicidio con agravantes podía ser castigado con la pena de muerte, posibilidad que, aunque haya escépticos en la materia, contribuye a propiciar cierto sosiego entre los iracundos.Quizá, dando un rodeo, llegaba la cuestión de los delitos pasionales, asunto en el que me declaraba profundamente decepcionado. "Creo que en España se cometen poquísimos crímenes pasionales", decía yo, para contentar al colega que suponía, con poco fundamento, encontrarse ante una autoridad en la materia. "Se mata por interés, por la discusión de unas lindes, por las peculiaridades de algunos territorios con legislaciones divergentes del Derecho romano y del sentido común". No recuerdo si lo mencionaba, pero tropezábamos, a menudo, con homicidios donde el móvil parecía ser el amor- senil contrariado, asunto difícil de explicar y de escasa popularidad. Paralelamente, se mantenía una moderada cantidad de parricidios, en la que intervenía el matarratas -si la iniciativa partía de la esposa- o el aplastamiento del cráneo con alguna gruesa piedra, si se trataba del marido. El móvil solía quedar de manifiesto, tras la investigación policiaca: ansia anticipada de entrar en posesión de la herencia o desbordamiento de la capacidad para soportar a un alcohólico, proclive a los malos tratos. Sin embargo, eran frecuentes los suceso,,, en los que intervenían las más duras pasiones, el desdén, los celos, el rechazo, precisamente entre personas que se suponía alejadas y al abrigo de las pasiones amorosas. ¿Quién imaginaba un corazón ardiente bajo la boina mugrienta o la toquilla deshilachada? ¿Cómo conjeturar o concebir palabras dulces y galantes, salidas de boca desdentada, qué caricia de dedos engarabitados por la artritis? Como era de tan difícil explicación, ahí quedaba, camuflado bajo la locura transitoria.

Se acertaba, pues, otra cosa no era que locura; locura de amor, pasión del ánimo, mordisco de los celos, deseos burlados, delirio, fiebre, frenesí, que no tienen prescripción, ni remedio, ni salida.

Hace unos días se produjo otro lance, en las cercanías de la iglesia de Santa Rita, en el barrio de Argüelles, perfectamente descrito en estas páginas por J. M. Ahrens, que bien hubiera querido tener en la esforzada nómina de El Caso. Un hombre de 70 años dio muerte, a cuchilladas, a una mujer de 63. La donna é mobile, lo que no excusa el mal fin que tuvo la desdichada. Desairó al galán y a esas edades, aparentemente, ya no hierve la sangre en las venas, pero se cuece otra negra desesperación, fatídica, imperiosa, irrevocable: el último fuego, la llama postrera. No hay edad límite, ni alta edad, ni edad tercera. Lo que hay, mejor dicho, no hay, es fuerza, energía física, posibilidad de sacarse la pasión del pecho y consumirse en la locura.

La contrafigura del amor surte también la crónica negra. Otro de los viejos y eternos motivos. La tragicomedia de esa mujer manchega, que no ha podido deshacerse del cónyuge, tras haberlo intentado con el fuego, el veneno y, la mala intención. Fue sorprendida, en un hospital de Getafe, cuando intentaba, infructuosamente, rematar a su compañero inyectándole una sustancia aún no identificada, procedente de un frasquito azul con una calavera y dos tibias cruzadas, casi una pista. Tengo por válida aquella antigua reflexión, con pequeñas matizaciones. Puede que en España se mate hoy mucho, muchísimo, incluso. Pero me parece que sigue haciéndose rematadamente mal.

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