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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

15-J en blanco y sepia

EL TIEMPO embellece los recuerdos, pero no hay duda de que aquél fue un miércoles soleado. Era la primera vez que votaba la mayoría: todos los que tenían menos de 60 años. Había, como ahora, una papeleta blanca y otra sepia, colores que remiten a la nostalgia de los álbumes fotográficos. Pero aquel 15-J fue, por encima de todo, la fiesta de un país que estrenaba el derecho a decidir su destino en las urnas.La transición doblaba aquel día su cabo de Hornos. Desde la desaparición de Franco, la vida política española había oscilado entre tres posibilidades: el continuismo, la reforma y la ruptura. Esa triple alternativa reflejaba las actitudes de fondo de los ciudadanos: según una encuesta realizada por el CIS en 1980, el 13% de los españoles recordaba que a la muerte de Franco eran partidarios de que todo siguiera más o menos igual, el 17% se pronunciaba por un cambio rápido y el 47% prefería una transformación gradual. Esa mayoría cautelosa dio estabilidad a lo que luego se ha dado en llamar "ruptura pactada". Excluida la continuidad del régimen franquista, reformistas y rupturistas terminaron pactando una rápida evolución a la democracia sin una quiebra formal con la legalidad heredada.

No todo fue tan lineal (y amable) como ahora parece. Si la reforma fue más allá de lo que pretendían los aperturistas del franquismo, fue por las movilizaciones de la oposición a lo largo de 1976. Así, la amnistía, base imprescindible de la reconciliación, se hizo esperar hasta casi dos años después de la desaparición del dictador, y todavía el 15-J hubo partidos que no pudieron exhibir sus siglas. Los sectores radicales de la oposición mantuvieron su desconfianza hacia el nuevo régimen algunos años más. Pero, tras el renovado aprecio por la democracia que siguió al temor de perderla por la intentona golpista de 1981, tan sólo el mundo de ETA se mantiene deliberadamente fuera de las fronteras del sistema.

La población española se ha renovado. Aproximadamente la mitad de los 32 millones de españoles que pudieron votar en las últimas elecciones no tenía edad para hacerlo el 15-J de 1977. El vencedor de aquellos comicios fue Adolfo Suárez, al frente de una UCD en la que convivían ex franquistas convertidos al reformismo y opositores moderados a la dictadura. El hecho de que Suárez ya fuera presidente por nombramiento real cuando convocó y ganó las elecciones ensombreció entonces su victoria: para muchos antifranquistas, la democracia sólo estaría consolidada cuando el vencedor lo fuera sin haber disfrutado de esa ventaja de salida. Eso explica en parte la radicalidad de la oposición contra Suárez y sus ministros.

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Pero esa radicalidad no impedía, que los políticos de la época se tratasen como oponentes, no como enemigos, y eso es algo que se añora desde el sectarismo instalado últimamente en la política española. Bien está que el Grupo Parlamentario del PP se sume a la herencia de aquel 15-J como lo hizo ayer, pero resulta extravagante que Aznar la reivindique casi en exclusiva para sus siglas. Sobre todo porque supone falsear la historia. Un elemento de continuidad y al tiempo de ruptura ha sido la presencia de Santiago Carrillo en el Congreso: entonces, como portavoz del PCE; el pasado miércoles, en el debate sobre el estado de la nación, como corresponsal especial de la revista Interviú.

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