Fría distancia
La razón más plausible para la defensa de Europa, del poder de Europa, es su lejanía, su bruma. Hay muchos buenos sentimientos esparcidos por ahí sobre la necesidad de acercar Europa a los ciudadanos, de construirla entre la uña y la carne de cada uno de los habitantes de los Estados europeos. Hablan como si Europa fuera un municipio o -el mal aumenta- como si fuera una nacionalidad (pre)histórica, de esas que existen antes que los hombres que han de habitarlas. Lo peor de Dios son sus ministros. Lo peor del poder es su cercanía, su aliento corrompido, su debilidad. El poder democrático exige una cierta distancia. Una fría distancia. Siempre habrá damnificados: que al menos no lo sean por el odio. El poder corrompe, pero el poder lejano corrompe lejanamente.Todo esto tiene poco que ver con la reciente cultura política española. Hace 20 años, España, alegre y confiada, decidió aproximar el poder a sus súbditos. A todo el mundo, y en especial a las élites locales; aquello le pareció de perlas. Y es incluso posible que haya ido de perlas. Ahora bien: ese proceso de acercamiento ha coincidido con otro de signo inverso y la cosmogonía mineral de la nacionalidad ha tenido que compartir su tiempo con la nebulosa cosmogonía de Europa. Por fortuna: la España autonomizada y municipalizada hubiera sido un agobio insufrible en una Europa ausente de sí misma.
Cuando los presidentes de gobiernos -pequeÑos, si se quiere, pero gestionan billones- coinciden con uno en la panadería; cuando uno puede acercarse hasta severísimos jueces y fiscales y palmearlos en la espalda al modo campechano; cuando el poder, en fin, tiene la medida de uno, es reconfortante saber que un tal Bangemann toma también las decisiones.
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