El Madrid saca rédito de la racanería
El conjunto de Capello, con un juego mezquino, gana a un Valladolid que dejó un aroma de buen fútbol
En su fatigoso camino hacia el título, el Madrid mantuvo la fidelidad a su ideario. Jugó mal y ganó. Es una historia tan vieja que apenas merece la atención de la hinchada. La gente está ahora con la necesidad de conquistar la Liga y perdona todo. Perdona la mezquindad, la falta de imaginación, el desaprovechamiento del talento, la insufrible mecánica del equipo. Pero nadie dirá que Capello deja un legado en el Madrid. Su propuesta reduce el fútbol a un asunto industrioso y feo, a un interés desagradable por privar al juego de cualquier perfil atractivo. En su proceso de italianización, el Madrid gana sin conceder una alegría a la gente, que perdona pero no es tonta. La afición madridista apreció con envidia el buen juego del Valladolid, que dejó un aroma de buen gusto por el fútbol, por las cosas bien hechas. Y no se puede hablar de superficialidad en su estilo. Metió en innumerables problemas al Madrid y varias veces tuvo el partido en el punto de mira. Más que nada, perdió por el árbitro, un incompetente que se vio desbordado por el partido y por el escenario.Mientras duró el partido, y eso fue hasta el penalti, el Valladolid sacó los colores al Madrid, que abundó en su tosca manera de hacer fútbol. No se produjo ninguna novedad en su juego, que volvió a producirse de forma militarizada y predecible. Se cruzaron los pases de costumbre, se olvidó cualquier intento constructivo en el medio campo y se esperó algún error del Valladolid, según esa tésis italiana que pretende convertir el fútbol en una mirada a la clasificación. El juego no merece la pena. Lo que importa es levantarse el lunes, echar un vistazo a la tabla y certificar que el equipo ha ganado. Es decir, un espectáculo que produce emociones indescriptibles queda reducido a un simple y corto inventario de números. Una estafa.
El Madrid volvió a reproducir frente al Valladolid una tesis que tiene sus orígenes a caballo de Inglaterra y de la escuela de Coverciano. Hace algunos años, un tal Charles Hughes, director técnico de la Federación Inglesa, redactó un tratado bajo el pomposo nombre de Winning Formula (La fórmula ganadora). El engendro, de cuyas consecuencias no se ha recuperado todavía el fútbol inglés, pretendía convertir el juego en un asunto estadístico. Según este Hughes, recientemente despedido de su cargo, las posibilidades de victoria de un equipo están proporcionalmente relacionadas con el número de veces que se deposite la pelota en las inmediaciones del área, con el número de rechaces que se produzcan y con el número de faltas que cometan los defensas. De su tesis se desprende un fútbol de patada larga, mezquino hasta límites insoportables, se diría que reaccionario. Sus planteamientos coinciden punto por punto con la propuesta de Capello, que además ha añadido el punto italiano de la escuela de Coverciano: si lanzo largo y fallo, mi equipo siempre está armado atrás; si pierdo nueve pases, siempre queda la posibilidad de que Mijatovic, Raúl o Suker enganchen uno y hagan prevalecer su calidad. Todo es así, especulativo y triste.
Frente a esa idea tan cicatera del fútbol, el Valladolid tuvo la dignidad de jugar, de hacer sentir la importancia de la pelota, de producir algo interesante desde el orden y la serenidad. Probablemente ha sido el equipo más interesante entre los que han pasado por Chamartín. Defendió bien, aprovechó la calidad de Edu, que realizó un partido espléndido, armó el juego con paciencia y encontró con bastante facilidad a Fernando y Víctor, que provocaron el caos entre los defensores del Madrid. El caso de Víctor fue llamativo. Pequeño, rápido y astuto, se tiraba unos metros hacia atrás y descolocaba a los centrales madridistas, que perseguían su sombra sin encontrarle. Una de sus instantáneas apariciones pudo dar la ventaja a su equipo. Pero después de regatear a IlIgner, no pudo enviar la pelota a la red, en parte porque Chendo todavía es un manual para cerrar. Llegó como un tiro a la portería y sacó el balón. A la gente no le pasó desapercibido el partido de Víctor, que salió del campo entre ovaciones.
Mientras tanto, el Madrid apenas ofreció nada interesante. Si acaso, una jugada habilidosa de Raúl entre dos defensas que cerró con un remate lleno de pillería. El resto era tan simplón que obligaba a admirar la cadencia y la sensatez del Valladolid. El sufrimiento del Madrid alcanzaba a sus defensores, que pasaron momentos angustiosos en la primera parte. En la segunda, el encuentro seguía la misma dirección. Capello también lo sintió así porque metió a Sanchis en el medio y trasladó a Seedorf a la derecha. Quizá la presión sobre la pelota fuera más significativa, pero el fútbol no mejoró.
Para el Madrid, la cuestión pasaba por sacar rendimiento de un barullo, de una falta, de un improbable error defensivo del Valladolid. 0 de la incompetencia del árbitro, que pitaba cualquier cosa. Era un tipo asustado y facilmente manipulable por los jugadores. Mijatovic lo vio enseguida y se inventó una jugada medio confusa, que no pareció penalti, pero que fue sancionada por el tal Llonch. Ahí se acabó el partido. El Valladolid se sintió tan perudicado que perdió el rastro del juego. Y pronto se quedó con diez jugadores. No le faltó prestancia en su fútbol, pero la derrota era irremediable frente a un equipo que cuenta otra victoria, que se asegura un puesto en la próxima Copa de Europa y que se aproxima al título. Desde la racanería. '
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