La proyección europea de las elecciones británicas
¿Ha robado Tony Blair el programa de los conservadores para ganar, el próximo jueves, las elecciones? Esta tesis de la derecha encuentra eco incluso entre los laboristas, inquietos por el viraje hacia el centro de su líder. Pero no explica por qué los británicos tienen la intención de votar por el Partido Laborista. Si Blair y Major son hermanos gemelos, ¿por qué el elector elige al primero en vez de al segundo? Los sondeos dan tal ventaja a Tony Blair que haría falta un milagro para que su rival le alcanzara.Más allá del duelo entre los líderes, la mayoría de los electores parece, sobre todo, decidida a votar en contra del partido en el poder y en contra de su política de los 18 últimos años. Desde este punto de vista, la votación del 1 de mayo podría señalar una fecha tan importante como la del 26 de julio de 1945, que puso fin al poder de Winston Churchill. Y por la misma razón. En aquel entonces, la gratitud al "viejo león", vencedor de la gran guerra, no impidió a sus compatriotas votar en contra de la sociedad de injusticias y privilegios que él defendía. Hoy, tras el intento de los conservadores de restaurar esa misma sociedad, hay, pues, una gran tentación de decir "no" por segunda vez.
La importancia de ese voto de castigo iría más allá de las fronteras del Reino Unido. De este país partió, hace 18 años, la cruzada de Margaret Thatcher contra el Estado providencia y contra las leyes que limitaban la arbitrariedad del capital. Encontró adeptos en casi todas partes, tanto en Occidente como en el Este, donde las poblaciones están pagando el precio por ello. Y es tremendamente elevado. El reflujo de la ola thatcherista en su país de origen debería, por tanto, encontrar su prolongación en el extranjero, incluso entre nosotros, en Europa occidental.
Ya en 1992, el sucesor de Margaret Thatcher, John Major, sólo consiguió vencer las elecciones por escaso margen, y gracias al sistema electoral uninominal a una vuelta y a una distribución favorable de las circunscripciones. Sus adversarios laboristas y liberales demócratas, con sus 17,5 millones de votos frente a los 14 millones de los conservadores, demostraron que, a partir de ese momento, una mayoría del electorado no quería más "revolución conservadora". Major ganó gracias a los votos de la clase media de la Inglaterra del sur, más próspera, pero perdió prácticamente todos sus escaños en Escocia y en Inglaterra del norte, cuna del poderío industrial británico. Tal división en un Reino Unido compuesto por varias naciones no presagiaba nada bueno. Escocia ya tenía un ojo puesto en Bruselas, soñando con unirse a Europa por separado y escapar a la férula de los conservadores de Londres.
El joven Tony Blair saltó a la palestra en 1994, tras el súbito fallecimiento de John Smith, por entonces un líder popular. Y enseguida mostró sus intenciones: incluso el mejor de los programas no sirve de nada si no se tiene el poder para aplicarlo". Sólo tenía 42 años y saltaba de impaciencia por llegar al 10 de Downing Street. Esto no chocó a sus compañeros. Contrariamente a la leyenda, el Partido Laborista siempre ha tenido líderes pragmáticos, socializantes, desde luego, pero más preocupados por "humanizar el capitalismo" que por derribarlo. De ellos, el que estaba más a la izquierda, Harold Wilson, venció en cuatro elecciones adaptándose a las circunstancias, y no propuso ninguna nacionalización. Muy insular -nunca se iba de vacaciones a Europa-, superó su antieuropeísmo e hizo entrar al Reino Unido en Europa porque estaba convencido de su necesidad.
Por tanto, Blair no ha lanzado su grito "girémonos hacia las clases medias para conquistar el poder" a los socialistas puros y duros, sino hacia un electorado mucho más amplio. Y su base -incluso los grandes batallones de obreros- le ha seguido. Ya no podía soportar el reino de los tories y estaba dispuesta a pagar el precio que fuera necesario, incluso en materia doctrinal, para desembarazarse de ellos. El conjunto del electorado reacciona cada vez más en este sentido. Durante estos últimos años, John Major pregonaba: "Tenemos la economía con mejores resultados de Europa y menos parados que los demás". Se trataba de una mera presunción: entre 1980 y 1996 el crecimiento británico no superó el 1,7% anual, mientras que el del resto de los países de la OCDE era del 2,1%, y la disminución del paro era, sobre todo, producto de las manipulaciones estadísticas. Los electores sabían cuál era la situación real y respondían "no". Desde hace varios años, los tories han perdido todas las elecciones sin excepción: municipales, cantonales y legislativas parciales. John Major ha terminado por perder su mayoría en los Comunes y sólo ha sobrevivido gracias a los diputados protestantes de Irlanda del Norte. Obstinado, el primer ministro realiza su campaña con la misma cantinela que en el pasado. ¿Conseguirá convencer a la opinión pública repitiendo machaconamente unos argumentos que ésta ya ha rechazado? Es algo que todos los analistas parecen excluir.
Buena parte de la prensa e incluso de la City corre, pues, "en auxilio de la victoria". ¿Ha realizado el joven Blair promesas en secreto? ¿Ha concertado pactos comprometedores con ciertos poderes financieros como se ha insinuado? Si bien es cierto que la "vieja guardia" del Partido Laborista no le ataca, también lo es que tampoco le da un cheque en blanco. Michael Foot, el más prestigioso entre ellos, calla. Otros ex ministros abandonan la escena de puntillas y, a excepción de Tony Benn en Chesterfield, ya no aspiran a su escaño de diputado. Esto contribuye a crear la imagen, deseada por Blair, de un "nuevo Partido Laborista", pero también genera incertidumbre sobre la aptitud política de su equipo. Formado a toda prisa, está compuesto, al parecer, por buenos gestores que conocen los meandros de la economía mundializada. Pero poco se sabe sobre las diferencias políticas en su seno, comparables a las que en otros tiempos existieron en el "viejo Partido Laborista". Por aquel entonces, todo el mundo conocía al líder del ala izquierda, Aneurin Bevan, creador del Servicio Nacional de Salud, y a su casi homónimo Ernst Bevin, procedente de los sindicatos, y, por el contrario, terriblemente derechista. Hoy se comenta que Gordon Brown, futuro ministro de Finanzas, sería su digno heredero, pero nadie señala quién puede recoger la antorcha del bevanismo. Sea lo que sea, sólo podrá juzgarse a sus sucesores cuando hayan puesto manos a la obra, porque de entrada, y al igual que su líder, no muestran sus cartas. Se han comprometido a impedir que los tories privaticen lo que aún queda del Estado de bienestar y han prometido instaurar un salario mínimo, reclamado por los sindicatos, y garantizar la igualdad de oportunidades en la educación. Todo ello sin aumentar los impuestos.
Los escépticos dudan de que esto sea suficiente para reparar los daños causados por el thatcherismo, y tienen razón. Otros evocan el viejo dicho inglés: "Sólo se sabe la calidad de un pudin al comerlo". Piensan que, una vez en el poder, Tony Blair querrá preparar las futuras elecciones y por este motivo tomará medidas enérgicas para reducir las diferencias sociales en este país, el menos igualitario de Europa occidental. Lo fundamental, para todos los que esperan verle en acción, es que consiga poner fin de una vez a la arrogancia de los tories, que han destruido casi todo lo que protegía a las capas más débiles para enriquecer a los más ricos. Si los británicos, como se prevé, votan masivamente a favor de los laboristas, supondría un importante refuerzo para la izquierda europea, que debe hacer frente, en especial en Francia, a los que aún se aferran al capitalismo ultraliberal rechazado por los electores británicos.
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