La velocidad
El siglo que termina ha sido la centuria de la velocidad. Cumplido el trámite, el milenio que se inaugura aspira a la lentitud. De la velocidad se han obtenido recompensas, pero habiendo patinado tan locamente hasta aquí, el vértigo refuta la idea de la felicidad futura.La melancolía de la arquitectura por su pasado, de las películas por los remakes, de la gastronomía por sus principios, de los habitantes por su antigua nación, da a entender que la memoria se resiste a disolverse en la aceleración. Una oleada de nuevas obras, desde los ecologistas a los vindicadores de la cotidianidad, atacan la idea de una mejora asociada a la prisa. Maastricht es un ejemplo de lo anacrónicas que han quedado aquellos plazos que parecían modernos. Contra el sentido común, contra la voluntad general, un reloj fatídico marca el destino hacia una meta urgente que sería en este caso a todas luces más humana si eligiera la conveniente lentitud. Las sociedades, como los seres individuales, poseen un tiempo biológico al que cada día violenta una urgencia sin razón superior. Nadie desea tanta premura. Prisa para comer, prisa para llegar y acabar, prisa para ser euros. La celeridad ha infectado de malestar a toda la cultura, desde la cultura de las plantas a la cultura de los libros. Los productos pierden sabor, se degradan, y con ellos decrece el gusto por vivir. El último Congreso Mundial de Psiquiatría censaba hasta más de 400 millones de personas afectadas por trastornos de una ansiedad que apenas deja gozar de nada. Ni la idea del mundo puede seguir siendo lo que fue en este siglo acabado ni el tránsito a un nuevo milenio deberá hacerse sin considerar la insalubridad de los viajes atolondrados. La insalubridad, en fin, del tiempo mismo, apaleado, intoxicado, convulso, por el culto fanático a las reglas de la velocidad.'
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