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Tribuna:SOLUCIONES AL PARO
Tribuna
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El reparto del trabajo, un viejo mito que no muere

El debate sobre el paro debería olvidarse del mito de la reducción de jornada y concentrarse en políticas formativas que estimulen la incorporación de la mujer, según los autores.

Ni el desempleo crónico y masivo es un problema nuevo de los paísés avanzados -acordémonos de la depresión económica de los años treinta- ni es nueva la solución tan a menudo propuesta del reparto del trabajo. Igual que durante el primer Gobierno socialista francés de León Blum, también hoy la idea de distribuir el trabajo goza de enorme popularidad entre quienes buscan una solución solidaria al problema del paro, sobre todo en Alemania, Francia, Italia y España. En este artículo argumentamos que la idea del reparto del trabajo se basa en premisas incorrectas, carece de fundamentos empíricos y, lo que es peor, de ser aplicada, llevaría a resultados insolidarios.La idea del reparto del trabajo nace del siguiente principio: "Nuestra sociedad no es capaz de generar más trabajo". Sus partidarios acostumbran añadir que las nuevas tecnologías y la globalización de la economía han reducido el umbral del empleo. Según sostienen, la solución más solidaria es la redistribución del pastel entre más trabajadores.

Existe un enfoque alternativo, muy desarrollado en Escandinavia, que propone otra solución solidaria. Éste parte de un principio totalmente opuesto (ligado al concepto sueco de la justicia productiva) que establece que "el trabajo crea trabajo"; es decir, no existe ninguna ley divina que defina el umbral del trabajo en una economía. Según este enfoque, la solución más solidaria es una política de empleo activa y expansiva. Nos encontramos, pues, ante dos políticas diferentes basadas en dos principios opuestos. ¿Qué principio se ajusta más a la realidad? Examinemos los hechos. Veamos cuál es el impacto sobre la creación y destrucción de empleo de: 1) la globalización y el cambio tecnológico, y 2) la redistribución del trabajo.

Primero empecemos por el efecto de la globalización y los cambios tecnológicos. En nuestra vida diaria, todos hemos tenido la impresión de que estos fenómenos destruyen empleos. Muchos españoles conocen a alguien desempleado debido al cierre de una fábrica o a la implementación de nuevas máquinas. Lo que percibimos mucho menos son los nuevos empleos y empresas que se crean. Sin embargo, muchos españoles conocen a alguien empleado en puestos que no existían hace algunos años: diseñadores gráficos, programadores informáticos, administradores de base de datos, proveedores de servicios Internet y de tarjetas de crédito, analistas coste-beneficio, técnicos de software y de telecomunicaciones, etcétera. Se crean puestos al tiempo que se destruyen. El problema es que los parados de la cadena de montaje de la Seat no son los mismos que vienen contratados en telecomunicaciones. Existen estudios que cuantifican el impacto neto de la globalización y el cambio tecnológico sobre el empleo. ¿Qué se sabe hasta ahora?

Sabemos que la globalización desplaza la producción que requiere poca formación a países en vías de desarrollo (PVD de ahora en adelante), donde el trabajo cuesta menos. Ello explica por qué nuestras camisetas de algodón se fabrican en Tailandia, las zapatillas de tenis en Corea, el estéreo en Taiwan, y por qué la fábrica Mirafiori de la Fiat (en Italia) está totalmente robotizada. Aunque a primera vista los efectos de la globalización parecen dramáticos, hay razones para ser menos pesimistas.

Consideremos el siguiente dato: en promedio, un trabajador, en Malasia, ingresa sólo un 15% del ingreso medio de un europeo; sin embargo, la productividad media de un trabajador malayo es sólo un 15% de la de un europeo. Luego la competencia existe sólo en trabajos de baja productividad. Otro dato: el total de importaciones de PVD es comparativamente muy reducido, mientras que el volumen de exportaciones a dichos países está creciendo.

En Europa, las importaciones de países no europeos representan sólo un 10% del total; el resto proviene del comercio intraeuropeo. De hecho, el efecto final sobre el empleo es muy bajo, e incluso positivo. Entre 1972 y 1985, Francia perdió 239.000 empleos debido a las importaciones de PVD, pero ganó 376.000 empleos debido a las exportaciones a estos mismos países. El efecto neto fue un superávit de 137.000 empleos.

Estados Unidos, líder mundial en tecnología, ha creado 25 millones de empleos desde 1980. Éste es el ejemplo más rotundo de que la globalización y las nuevas tecnologías no necesariamente disminuyen el empleo. Lo que sí hacen es cambiar el tipo de trabajador necesario: formación, especialización y experiencia son rasgos cada vez más buscados. En España, por ejemplo, durante los años ochenta, el empleo de técnicos y profesionales creció ocho veces por encima de la media. La esencia del problema son, pues, los traba adores poco formados y sin experiencia. Ante esto, una reducción de la jornada laboral parece irrelevante, pues no ataca la raíz del problema. Resulta ingenuo pensar que reduciendo horas de trabajo a técnicos se crearán empleos para parados de una cadena de producción o para jóvenes poco formados e inexpertos. Una política solidaria debería priorizar medidas que mejoren la formación de los jóvenes y adultos parados.

Segundo, examinemos el efecto de la redistribución del trabajo sobre el empleo. Ello puede realizarse por tres vías: adelantar la edad de jubilación, desincentivar la oferta de trabajo (de las mujeres, por ejemplo) o reducir la jornada laboral. Las dos primeras vías son poco solidarias y empeoran la crisis del Estado de bienestar. La tercera vía puede hacerse con o sin compensación. Una reducción de la jornada laboral compensada, o sea, sin recorte salarial, no crea empleo, pues el empleador compensaría con medidas como aumentos de productividad. Alternativamente, una, reducción de la jornada con recorte salarial es una medida poco realista, porque las familias planifican sus vidas sobre la base de un nivel de ingresos adquiridos. Pensemos cuántas familias tienen hipotecas sobre sus viviendas o créditos sobre el coche. Hemos calculado que si se redujera la jornada laboral en cinco horas sin compensación (que es lo que normalmente se propone), el salario percibido se reduciría en un 12,5%. Creemos que las familias españolas difícilmente pueden permitirse una caída salarial de esas proporciones.

Este recorte salarial no sería tan grave si se compensara con la creación de otro empleo en el hogar. Pero si seguimos con nuestros cálculos veremos que son pocos los beneficiados. Imaginemos, el mejor caso (totalmente irrealista): que al pasar de una jornada de 40 horas a una de 35 se crean empleos en la misma cantidad. Es decir, por cada siete trabajadores se crea un empleo. Para las familias afortunadas, el 12,5% de reducción salarial quizá sería aceptable. Pero sólo una familia de cada siete gozará de dicha suerte. Habrá, pues, familias que ganan y otras que pierden.

Nos cuesta hallar el aspecto solidario de una política que crea ganadores y perdedores y que olvida que la esencia del, problema está en los trabajadores menos formados. Las empresas buscan gente calificada, y, por consiguiente, es improbable que ante una reducción de la jornada los empleadores contraten a aquellos que más padecen el problema del paro.

Una política solidaria debe basarse en el principio de que el trabajo puede crear trabajo -como han demostrado los americanos y los nórdicos-. Una de las bases de la creación de empleo es el consumo familiar. Antes, éste estaba fuertemente concentrado en la adquisición del coche, la nevera, la lavadora, etcétera, lo cual creaba puestos de trabajo en empresas españolas. Pero hoy los crea en otros países, como Corea o Taiwan. Actualmente, el consumo familiar se desplaza hacia los servicios, sector generador de empleo en nuestro país. ¿Cómo podemos estimular la demanda de servicios de las familias? Estudios empíricos demuestran que la demanda de servicios aumenta cuando el tiempo libre es escaso. Comparando con el hogar tradicional (con un cabeza de familia portador del único salario), el hogar moderno (con dos entradas de ingresos) dispone de más ingresos y menos tiempo para hacer la colada, planchar las camisas, cuidar de los abuelos y niños, lavar el coche, preparar las comidas y limpiar la casa. En otras palabras, la familia moderna está más dispuesta a adquirir servicios que ahorren su tiempo y puede permitírselo porque dispone de dos ingresos. El efecto de incentivar a la mujer trabajadora es potencialmente alto si además consideramos, desde una óptica solidaria, que el aumento de la demanda de servicios intensivos en trabajo beneficia a trabajadores poco formados.

Aunque en muchos países la familia moderna está totalmente extendida, en España sólo un 33% de las mujeres casadas pertenecen a la población activa. Por tanto, una política que incentivara la participación femenina podría tener un elevado efecto multiplicativo. Hemos estimado que por cada 100 nuevas familias modernas que consumen servicios se crean 25 empleos en el sector servicios. Aunque nuestros cálculos pueden ser criticados por optimistas, incentivar a la mujer trabajadora es una estrategia con la que nadie sale perdiendo. Además, existen dos ventajas adicionales: una, que la familia moderna tiene menos riesgo de pobreza, y dos, que dos salarios implican un aumento de ingreso público y un alivio para el Estado de bienestar.

La reducción de la jornada laboral, en cambio, es una estrategia en la que algunos ganan y otros pierden. El debate sobre el paro debería olvidarse del mito del reparto del trabajo y concentrarse en políticas formativas y que estimulen la incorporación de la mujer. Un primer paso que nadie lamentará es una política de expansión de guarderías públicas. Ello crearía nuevos empleos al tiempo que permitiría a las madres convertirse en aportadoras de un segundo salario al hogar. Ésta es una política solidaria, con la cual todos saldremos ganando.

Gosta Esping es catedrático de Sistemas Sociales Comparados de la Universidad de Trento (Italia). Paula Adam Bernad es economista, IGIER, Universidad Bocconi, Italia.

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