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Tribuna:
Tribuna
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La lectura

Desde hace ya algún tiempo encuentro cada vez más en mí una cierta resistencia a la lectura. Tomo un nuevo libro, recorro con la vista unas cuantas páginas, y lo dejo: no ha conseguido engancharme. Pienso si esto no será debido a impaciencia mía frente a la mediocridad que suele -y es lógico- dominar en casi todo de lo muchísimo que se publica, o si tal inapetencia es más bien resultado tardío, en esta postrer etapa de mi vida, de la peculiar manera en que durante toda ella me he relacionado con lo escrito. Pues siempre, desde muy muchacho, más que dialogar con los libros, más que estudiarlos, solía meterme de cabeza en ellos. Quiero decir, que para mí han sido una parte (muy importante desde luego, pero sólo parte indistinta) del conjunto de mi experiencia vital, y no un objeto a considerar en frío; no un objeto de distante observación y análisis (aunque también observación y análisis vinieran acaso después)... En mi contacto con las obras de la imaginación poética he encontrado siempre una fuente de impresiones tan frescas y directas, de sentimientos tan verdaderos, de emociones tan hondas como las que pudieron procurarme los descubrimientos de mi propia intimidad sensorial o las revelaciones del mundo afectivo en la convivencia doméstica, o del mundo histórico en los grandes acontecimientos de la época, que de un modo u otro debían precipitar la creación de mis propias invenciones literarias. Nunca sentí yo esa contraposición de lo vital y lo libresco que parecen encontrar otros. Una lectura ha sido en todo instante para mí experiencia de calidad análoga a la de un paseo por el campo, la visita de un museo, el viaje a ciudad desconocida, una comida en compañía o en soledad, quizá alguna enfermedad y su consiguiente convalecencia, un concierto, una conversación amistosa..., cosas todas que pueden ser tan memorables o tan triviales como la lectura de tal o cual libro. Y de igual modo que la repetición de una de esas experiencias no llega a ser nunca mera y verdadera repetición, pues jamás resultará idéntica a la precedente, tampoco el mismo libro vuelto a leer en circunstancias diversas o a distintos niveles de edad o en otro estado de ánimo, podrá ser ya el mismo libro, sino un libro tal vez enteramente distinto. Quizá a todo el mundo le ocurre lo mismo en una medida u otra; yo digo lo que a mí me pasa: para mí, toda relectura viene llena de sorpresas.Así, últimamente tuve la ocurrencia de volver a repasar una traducción que muchísimo tiempo atrás hiciera de la novela de Thomas Mann Lotte in Weimar, y por lo pronto comprobé que su texto -es decir, el texto de mi traducción- sólo muy vagamente se parecía a lo que estaba guardado en el fondo de mi memoria. Era algo casi desconocido ahora, algo nuevo para mí mismo. Y por supuesto, lo recorrí con curiosidad, con espíritu crítico, con aprobación y desaprobación (hacia mi propia versión española de su texto original, y hacia la propia novela de Mann).

También me he puesto días atrás a leer, en la traducción de mi amigo Juan López-Morillas, esa fascinante novelita de Dostoievski, El jugador, que en mis años mozos había devorado con el entusiasmo propio de aquella edad mía. En la insaciable adolescencia, las obras de Dostoievski fueron pasto muy apetecido de mi imaginación, y cuando, pasada ya la mitad de mi vida, estuve a cargo en Puerto Rico de las ediciones de aquella universidad, barajamos allí entre otros el proyecto de publicar una versión de Los hermanos Karamazov. Editor escrupuloso, encargué a un colega versado en la literatura rusa que comprobara la fidelidad de la traducción española corriente por entonces, debida a Cansinos-Assens, con vistas a su eventual utilización, y que me dijera si la creía sacada directamente del original. La respuesta fue afirmativa. Más aún: el informe la consideraba superior a las traducciones existentes en alemán, inglés y francés, y más fiel que cualquiera de ellas. También me dijo aquel especialista que la prosa de Dostoievski era "descuidada" -el mismo reproche que ha solido hacérsele a nuestro Galdós-. Ahora el prólogo de Morillas a su traducción de El jugador me entera de que esta narración había sido dictada de viva voz por su autor a una taquígrafa, la misma mujer con quien el novelista hubo de casarse poco más tarde... Así, pues, el escritor Dostoievski dictaba su novela, no la escribía... ¿Corregiría luego el manuscrito? En este relato, el narrador lo interrumpe cuando lo lleva bien avanzado para anunciar que "ha pasado ya casi un mes desde que toqué por última vez estos apuntes míos"; y todavía, hacia el final, vuelve a cortar el hilo narrativo para interponer un lapso de un año y ocho meses antes de dar por concluido lo que ahora llama "estas notas". ¿En qué medida ese narrador, personaje él mismo de la historia, se separa del autor, de Fiódor Dostoievski, cuya conocida pasión viciosa por el juego dio materia al cuento que le dictaba a su amanuense? En fin, no sabiendo yo ruso, la lengua en que este gran novelista redactó sus obras, tengo que resignarme a conocerlas tan sólo a través de alguna traducción, manera ésta de acercamiento literario problemática y en todo caso deficiente, a cuyas limitadas posibilidades ya una vez dediqué cierto estudio. Pero, ¡volvamos a lo que iba!: también en este particular caso y bajo condiciones tales pude comprobar que mi recuerdo de la novelita en cuestión, El jugador, difería bastante de lo que ahora me dice acerca de ella esta nueva versión de su texto.

Y ¿qué es lo me dice ahora? Por lo pronto, y ya que mi ignorancia de su lenguaje original me impide tener acceso directo a las palabras y frases en que fue escrita -o, más exactamente, dictada-, no alcanzaré a hacer de la novela sino la que en aquel aludido estudio mío calificaba de una "lectura ingenua": captaré, pues, su trama argumental, el "argumento", y luego, a lo sumo, podré demorarme a analizar su estructura, el arte aplicado a su composición, un arte quizá aquí intuitivo más bien que meditado y calculado. Pero en cierto modo, los inconvenientes de leer en traducción, que es como mirar a través de un cristal esmerilado, pueden hallarse compensados (no hay mal que por bien no venga, según dicen) por la ventaja de permitir que, en cuanto lector, se relacione uno con la persona del autor sin que entre nosotros venga a interponerse la mediación del artificio verbal: él es el hombre que nos cuenta una historia, y que al hacerlo nos habla, aunque indirectamente, de sí mismo. A este respecto no dejan de ser significativos los datos apuntados antes. Fiódor Dostoievski, un au-

tor despreocupado en general de cuidados estilísticos, en el caso concreto de esta novelita, El jugador, ni tan siquiera redactó él mismo su texto, sino que lo emitió oralmente para que mano ajena lo pusiera por escrito. De otra parte, y es cosa también sabida, aquello que ahí nos cuenta arranca de su propia experiencia vital, con muy inmediatas, concretas y precisas referencias a esa experiencia. Así, pues, la historia ficticia que, vertida en palabras y frases españolas, comunican a este lector que soy yo las páginas que estoy leyendo, es, más que objetivación artísticamente elaborada y estéticamente orientada, un testimonio bastante crudo que, desde su pasado concluso, un cierto hombre de "carne y hueso" me ofrece, acerca de sus propias dolorosas vivencias. Y, en efecto, conforme avanzo en la lectura, se va afirmando en mi una sensación de contacto humano análoga a la que en su momento me produjera la del libro que Unamuno tituló Cómo se hace una novela, donde aparecen fundidas literatura, vida humana y una interpretación de lo que la vida humana sea. Pero, en definitiva, no consigo superar la perplejidad de mi anterior pregunta, que no era por cierto pregunta retórica: ¿en qué medida el narrador de la historia, ese tal Dostoievski cuya pasión por el juego dio materia a su cuento, o en su caso cualquier otro autor, logra desprenderse del narrador que se supone relatarla?Cuestiones son éstas que, como resulta muy obvio, corresponden a mis preocupaciones de escritor, de inventor de ficciones literarias y, al mismo tiempo, de crítico preocupado por los problemas de la creación poética. Más de una vez, y lo mejor que pude hacerlo, he explayado en forma discursiva mis reflexiones, derivadas de la propia experiencia, acerca de problemas semejantes. Pero ahora, en la descuidada ocasión de ociosas lecturas, acuden a mi mente de nuevo, y -ociosamente- me entretengo en anotar la ocurrencia.

Francisco Ayala es escritor.

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