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Una comunidad impalpable contra Le Pen

Unos y otros aparentan hoy creer que el movimiento de desobediencia civil en Francia se ha terminado, que se trataba de un paréntesis que se ha cerrado. Que se trataba de un batiburrillo de artistas e intelectuales más bien simpáticos y generosos, pero ingenuos, peligrosamente ingenuos y muy alejados de la dura realidad.¿Cómo se puede decir tal cosa? Que dos cineastas franceses lanzaran un llamamiento a no obedecer una ley inhumana no tiene en sí nada de extraordinario. Lo que sí lo tiene es el fulgurante éxito de su iniciativa. Sin saberlo, pusieron el dedo en la llaga y a ello le ha, seguido un pequeño terremoto. Si la reivindicación de la desobediencia civil ha dado cuerpo a una comunidad impalpable, que supera con creces el medio intelectual y artístico, es porque en ese momento preciso de la historia, febrero de 1997, en Francia había un sentimiento, profundo y no formulado, que esa iniciativa ha puesto de manifiesto. Es importante comprender cuál es ese sentimiento y qué significa el surgimiento de esa comunidad.

En primer lugar hay que recordar que el llamamiento no fue lanzado contra Le Pen sino contra una ley del Gobierno francés. Que no quería asestar un golpe al dirigente de la extrema-derecha sino al canal por el que pasan sus ideas para imponerse al Parlamento y, por tanto, al conjunto de la sociedad.

Todos los países de Europa se debaten en medio de una crisis, todos saben que la gigantesca mutación económica mundial, que es su causa, produce un paro masivo, la exclusión y la miseria. Pero, por no haber sabido explicarlo, los dirigentes franceses han dejado desde hace 15 años el campo libre a la única ideología que pretendía dar una respuesta simple (y falsa) al infortunio: la culpa es de los extranjeros. Como el éxito de esta "tesis" xenófoba se vio traducido en términos electorales, los gobernantes tuvieron la brillante idea de darle fuerza de ley con la vana esperanza de competir con Le Pen en su propio terreno. Además de ser un mal cálculo (la gente prefiere siempre el original a la copia), esta escalada ha instalado en Francia un clima implícitamente racista. Y lo ha hecho mucho antes de la eventual (y muy hipotética) victoria del partido auténticamente racista.

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Era evidentemente inhumano para los diferentes segmentos de la población extranjera -los clandestinos, los convertidos en clandestinos por la ley, los hijos de extranjeros nacidos en Francia, los extranjeros poseedores de un permiso de residencia de diez años, los poseedores de un permiso provisional de un año...-, todos los cuales se vieron debilitados por las sucesivas leyes. Pero no era menos terrible para la sociedad francesa, obligada a vivir en un país donde, en este tema concreto, la ideología de Le Pen se había convertido en la ideología ambiente.

Hace unos años, en Egipto, con el pretexto de segar la hierba bajo los pies a los islamistas, el Gobierno se empeñó en demostrar que era más islámico que ellos. El Parlamento, los tribunales, la más alta autoridad del Islam oficial se ajustaron a su paso y les siguieron los comportamientos individuales. Familias muy laicas pusieron el velo a sus hijas para que pasaran desapercibidas. Poder, autoridades religiosas, tribunales, sociedad civil, en un tira y afloja sin fin, contribuyeron a hacer vivir a la sociedad en un clima islámico. De algún modo, los barbudos ya habían ganado. Y los audaces que se negaban a doblar el espinazo, como el cineasta Youssef Chahine, eran acusados de hacer el juego a los islamistas.

En Francia, el llamamiento ha sido considerado como el medio de frenar un proceso comparable. Con un movimiento casi instintivo, todo un sector de la sociedad francesa se apropió del llamamiento para decir: "No queremos seguir viviendo en este clima, no obedeceremos esa ley". El Gobierno ha fingido creer que "los intelectuales" sólo estaban enfadados porque se les obligaba a declarar en la alcaldía a sus amigos extranjeros, y ha suprimido ese artículo problemático explicando a la "gente de bien" que ya no tendría que mancharse las manos y que sería él quien, a través de las prefecturas, se encargaría de hacerlo. Como si se tratara de un problema cuasi técnico y no de la atmósfera asfixiante generada por la demagogia antinmigrantes.

Confortados por una popularidad en alza en los sondeos y por la amplia aprobación que ha tenido la ley modificada (dos franceses de cada tres), los dirigentes se creen hoy justificados para hacer su política. ¿Pero qué hay de asombroso en el hecho de que el 67% de la población se considere convencida por uña sucesión de leyes inspiradas por la extrema derecha cuando, desde hace 15 años, nadie le explica con los argumentos, el vigor y la indignación necesarios que el desgraciado obrero extranjero no es en absoluto responsable de sus males? Los partidos no son los únicos responsables. Los intelectuales, los pensadores, la gente que, al menos por su función, puede irrigar la sociedad con ideas nuevas, también han sufrido de autismo desde hace una quincena de años. Le Pen propagaba ideas peligrosas y criminales y nosotros hemos permanecido sin voz, intimidados por su labia, no atreviéndonos a pensar más que en voz baja. Y tenemos nuestro castigo: hoy vivimos bajo su clima.

Pero ha sido justamente esta parte instruida de la población la que ha dado la señal de, alarma. ¿Es que el haber participado no va a cambiar el trabajo de los cineastas, escritores, periodistas, artistas, profesores, gente de teatro, economistas, sociólogos, etcétera? ¿Es que dentro de seis meses o un año no veremos difundirse por miles de canales el resultado de ese trabajo, es decir, el esbozo de una nueva manera de ver las cosas y de pensar? ¿De dónde les vienen las ideas a los políticos y a toda la sociedad sino de ahí? No sólo de ahí, pero también de ahí. Y si no es en las fábricas y en los barrios de la periferia ¿es que la desobediencia cívica no va a hacer reflexionar, para empezar, en los institutos y en las universidades?

Lo esencial es que el hechizo se ha roto: Puede que se haya tratado de ese breve momento en el que la iniciativa cambia de bando, el momento en el que uno se sacude, tras un largo entumecimiento, antes de comenzar a recuperar un terreno que hemos dejado mucho tiempo baldío y que ha sido invadido por las malas hierbas.

No es seguro que se encuentre el medio de hacer frente a las catástrofes generadas por la mundialización, pero al menos, como pasa en la mayoría de Europa, dejaremos de hacer responsables a los inocentes.

En Egipto, ya está en marcha un sobresalto parecido. Tras haber escapado a un intento de asesinato fomentado por los islamistas, el presidente Mubarak ha comprendido que no servía de nada intentar hacerles competencia en su terreno. Los artistas e intelectuales se han precipitado a ponerse manos a la obra. El más célebre de los actores egipcios ha hecho el papel de barbudo en un film que ridiculizaba a los islamistas y más de un millón de espectadores han ido a verle. Cada uno ha vuelto a hacer oír su voz. Y, por primera vez, un editor ha publicado una versión íntegra, no expurgada, de los pasajes eróticos de las Mil y una noches...

Sélim Nassib es escritor francés de origen libanés.

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