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Viva la coherencia

Juan José Millás

Cuando sonó el despertador, mi mujer continuó durmiendo o quizá fingiendo que dormía. Lo hace muchas veces para que me levante yo el primero y arrancar todavía unos minutos de placer a las sábanas. Al salir del baño, continuaba quieta, en la misma posición. No se la oía ni respirar. Pero no me hice ilusiones: a veces también se hace la muerta para que yo empiece a fantasear con su ausencia, pero luego resucita de golpe y veo una sonrisa en sus pupilas, como si se burlara de mis desvaríos. Mientras me vestía, golpeé las puertas del armario con violencia sin que diera señales de vida, así que al fin decidí que era preciso despertarla. Ahora bien, no sabía si hacerlo de buenas o de malas maneras porque no me acordaba cómo habíamos quedado el día anterior. Normalmente creo que estamos mal, pero a veces, sin venir a cuento, nos guardamos el respeto durante algunas horas y al primero que rompe esas treguas se le acusa de socavar los cimientos de la convivencia, Yo ya los había socavado tres o cuatro veces esa semana y prefería no reincidir. Quiero, mucho a mi suegro y no me gusta que el pobre viejo piense que su hija sufre por mi culpa.Así que me senté en el borde de la cama e hice memoria del día anterior. Desde luego, había discutido con un guardia de tráfico y con la jefa de personal de mi empresa, una depredadora empeñada en darme el finiquito, pero no estaba seguro de haber repercutido estas violencias exteriores al ámbito doméstico. Intenté recordar el programa de televisión de la noche, pues no es raro que utilicemos los electrodomésticos, incluso si están apagados, para organizar grandes dramas, pero no encontré nada especial. En resumen, no sabía si estábamos enfadados o no.

Finalmente, como se hacía, la hora de ir a trabajar, decidí despertarla de manera neutra,, sin mostrar alegría, pero tampoco pesadumbre. Ella se incorporó de un humor excelente: hasta me dio las gracias por haber tenido la amabilidad de pasar al baño el primero, y luego la oí cantar debajo de la ducha, como en los primeros tiempos de casados. Durante el desayuno; viéndola tan amable y feliz, me asaltó la idea de que pretendiera hacerme creer que todo iba bien cuando lo más probable es que nuestro matrimonio fuera un infierno. Además de la dormida y la muerta, a veces se hace también la dichosa para que yo caiga en la trampa de la felicidad y ridiculizarme cuando me dispongo a susurrarle obscenidades al oído.

No sabía qué hacer, francamente. Por un lado, me apetecía romper la cafetera o derramar con violencia el zumo de naranja mientras le gritaba que estaba muy equivocada si creía que podía engañarme de ese modo. Pero por otro pensaba en lo que diría mi suegro cuando se enterara de que le había montado otro escándalo a su hija, y me daba pena el pobre viejo. Era corrió un padre para mí y me habría partido el corazón decepcionarle. Pensé que sería menos desdichado si lograba hacerle creer que era la imbécil de su hija la causante de todos nuestros problemas conyugales. Además, siempre había que considerar la posibilidad, por remota que pareciera, de que fuéramos realmente felices y metiera la pata con mi actuación.

Lo pasé fatal en la oficina, dándole vueltas al asunto y preparando mi entrada en casa. No era bueno prolongar durante mucho tiempo un estado de ánimo neutro, pues también esta actitud podría considerarse como un modo de agresión y cargármela sin posibilidad de defenderme. Comí un plato combinado con el jefe, que se había dado cuenta de que me pasaba algo, y se lo dije sin tapujos:

-Estoy preocupado porque veo a mi mujer muy feliz y temo que todo sea una comedia para hacerme desgraciado.

Prefirió no opinar por respeto a mi vida privada, eso dijo, pero me aconsejó que no hiciera públicos mis problemas en la empresa. "Ya sabes que la jefa de personal anda buscándote las cosquillas y a lo mejor no comprende que estés triste porque tu mujer es feliz".

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Así que ahora tengo que fingir que estoy contento también en la oficina. Un día de éstos llamo a mi suegro, lo mando al cuerno y rompo la baraja. Yo soy de los de dos y dos son cuatro, o sea, que no sirvo para disimular, y si estoy cabreado, estoy cabreado, aunque no recuerde por qué. Viva la coherencia.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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