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Disparan contra el jurado

José Antonio Martín Pallín

Cuando Mikel Otegi disparó contra los dos ertzainas que resultaron muertos, no sabía que al mismo tiempo estaba disparando contra la institución del jurado.Después de su reinstauración por imperativo del texto constitucional, el modelo regulado por la nueva Ley del Jurado (jurado formado por ciudadanos) había empezado a funcionar en medio de la reticencia de los técnicos y entre la indiferencia de la mayoría de la opinión pública que, una vez pasados los primeros fastos de cada localidad, se olvidaba de sus actividades en las segundas y sucesivas actuaciones.

De repente, la polémica estalla y se alinean contra el jurado el oportunismo político de los que ofrecen la solución de los problemas a cambio de modificar las leyes y los analistas de situación que aprovechan la inestablidad y el temor de la sociedad vasca para cargar contra la institución.

La polémica no es nueva y tiene sus antecedentes en épocas pasadas, en las que la sociedad española se pronunciaba drásticamente en favor o en contra del jurado. Una muestra de esta polarización podemos encontrarla en las Memorias de la Fiscalía del Tribunal Supremo de primeros de siglo en las que se observan posturas enfrentadas. El Fiscal de 1907 mantiene en su Memoria que el jurado es parte esencial del credo político de los países avanzados. En Memorias coetáneas, se afirma que no es una institución esencialmente perjudicial para la recta Administración de justicia y se apunta que muchos defectos son el fruto de una mala aplicación de la ley y, en todo caso, más accidentales que sustanciales. Afortunadamente no se han visto o leído en estos días posturas tan radicales como la del Fiscal de 1890 que sostenía literalmente en contra del jurado que "no tardaría en llegar el día en que, acaso como medida de policía e higiene, habría que suprimirlo sin que de él quedase otra cosa que la maldición que sobre su tumba echarían, poseídas de horror, la generación presente y las venideras". También el Fiscal de 1921 aportaba su animadversión personal hacia el jurado y lo consideraba como "un enérgico disolvente de la nacionalidad".

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Al lado de posicionamientos políticos, hemos podido leer argumentos contrarios, de carácter técnico-jurídico que analizan, desde una perspectiva científica, los posibles defectos de la institución y su inadecuación para dar respuesta a la complejidad jurídica que encierra la normativa modema. Las críticas más relevantes y profundas nunca llegan a proponer la supresión del jurado, sino su sustitución por la modalidad mixta conocida con el nombre de jurado de escabinos, en el que participan conjuntamente jueces técnicos con ciudadanos legos en derechos. Ahora bien, conviene advertir que todos los sistemas de escabinos conceden a la representación de los ciudadanos una superioridad numérica respecto a los jueces profesionales, con lo que, salvo que pensemos que los técnicos van a sugestionar o captar la voluntad de los legos, nos encontraremos con una mayoría ajena a los complejos elitismos de los depositarios del saber jurídico.

Es cierto que existen dificultades para aislar el juicio de hecho y el juicio de derecho, pero no podemos olvidar que según nuestra vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal el objeto del proceso penal no es otro que los hechos punibles que resulten del sumario, por lo que el debate esencial que debe desarrollarse ante los encargados de emitir su veredicto (técnicos o legos) debe discurrir en tomo a los hechos. La cuestión no es nueva ni ha surgido al hilo de una nueva concepción sobre el alcance del comportamiento humano. En la Ley del Jurado de 1888 se encomendaba a los jurados decidir, según su convicción moral, libremente formada, sobre la participación de los acusados en los hechos que se les imputan y en los hechos determinantes de la aplicación jurídica de las circunstancias eximentes, atenuantes o agravantes. Una jurisprudencia constante de aquella época establecía la necesidad de una fórmula de culpabilidad como previa a la respuesta de los jurados a las preguntas del tribunal. El jurado tiene capacidad suficiente para captar los elementos materiales y los elementos morales, o sea, los intencionales. Al final de este debate, que ya se estableció en el año 1810 en el seno del Consejo de Estado Francés, debemos reconocer, como entonces que "la distancia entre el hecho y el derecho es quimérica en la práctica".

La pretendida incapacidad de los jurados para valorar los elementos probatorios que les han sido exhibidos a lo largo del juicio, no me parece un argumento sólido para justificar la necesidad de que los ciudadanos legos sean asistidos y tutelados por técnicos que les expliquen cómo y en qué medida se debe dar valor a la declaración de un testigo o a las explicaciones de un perito. Nos podemos encontrar con la paradoja de que forme parte de un jurado un médico que pueda comprender mejor y más científicamente el resultado de una autopsia o el diagnóstico de un psiquiatra.

Por otro lado, los técnicos, cuando nos queremos valer de la prueba indirecta o indiciaria, tenemos que acudir para su valoración a las reglas de la lógica, el criterio de la razón humana y las máximas de la experiencia. ¿Podemos afirmar que el patrimonio de la lógica, la razón y la experiencia lo poseemos en exclusiva los jueces profesionales? Por el contrario, es posible que tengamos que reconocer que los especialistas tenemos una cierta incapacidad para trasladar a un lenguaje asequible, los conceptos que hemos elaborado en el campo de la dogmática para nuestro consumo interno.

La Ley del Jurado, en estos momentos duramente cuestionada, tiene algunos defectos que han sido señalados, pero hay que reconocer que, en materia de motivación de la prueba, ha exigido a los ciudadanos que expliquen cuáles son los elementos probatorios que han utilizado para declarar o para rechazar determinados hechos como probados. Manifestar de manera expresa si un testigo ha sido más convincente que otro, o si las confesiones del acusado son concluyentes sobre su participación en los hechos y sobre su culpabilidad, es tarea que pueden desempeñar perfectamente, con mayor o menor acierto, los jurados. En síntesis, la determinación de la culpabilidad del sujeto enjuiciado no consiste más que en señalar, si el hecho por el que se le acusa le puede ser atribuido. Como dice un destacado penalista español, no existe una culpabilidad en sí, sino una culpabilidad por el hecho antijurídico y el hecho, es cuestión exclusiva del jurado.

Creo que es necesario dejar que las aguas se remansen y observar lo acontecido con un cierto distanciamiento. No conviene actuar impulsado por las urgencias derivadas de un episodio alarmante que tiene sus motivaciones en elementos extraños a la problemática del jurado. Fijémonos en la composición socio-política de la sociedad vasca en general y de la guipuzcoana en particular, y ahí podemos encontrar la clave de este suceso desgraciado que nada aporta a la bondad o maldad del jurado. Si el veredicto se anula, y se devuelve la causa para celebrar un nuevo juicio, tendremos ocasión de comprobar que los males no son los de la Ley del Jurado, sino los que provienen de unas circunstancias históricas, sociológicas y políticas que sería temerario no tener en cuenta.

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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