La apoteosis del ilustre rácano
Casi todo lo que se suele decir de Roger Corman, el productor y cineasta estadounidense a quien La 2 dedica un ciclo, abunda en sus facetas más conocidas: sin par descubridor de talentos -a él deben su debú en el cine realizadores como Francis Coppola, Martin Scorsese, Jonathan Demme, Monte Hellman o Peter Bogdanovich: de lo más interesante que ha alumbrado el cine estadounidense en las tres últimas décadas-, director de un puñado de filmes fantásticos que se han hecho un lugar en las preferencias de los amantes del género, proverbial tacaño, Corman es también bastante más.El riesgo que se corre cuando se contemplan los títulos de su ingente filmografía, incluso de los que componen el miniciclo de La 2, prioritariamente centrado en adaptaciones de Edgar Allan Poe, como El péndulo de la muerte (esta noche, 1.25 horas), con guión del especialista Richard Mattheson, y uno de los mejores del ciclo; La obsesión; El cuervo; El hombre con rayos X en los ojos, que nada tiene que ver con Poe, aunque es un excelente ejemplo de cómo adaptar un tema de ciencia-ficción para convertirlo en un clásico; El palacio de los espiritus; La máscara de la muerte roja y la inquietante, poética La tumba de Ligeia, es pensar que su cine se basa en las normas más trilladas de la producción de consumo rápido.
Esta verdad lo es sólo a medias. Por una parte, Corman se ha jactado siempre, sobre todo en sus jugosas memorias, de no haber perdido nunca un centavo, sobre todo por haber puesto en marcha fórmulas de rodaje vertiginoso -él bien podría haber sostenido aquello que afirmó uno de los pioneros del western en serie: "hacíamos constantemente la misma película, pero cambiando los caballos"-, guiones exprimidos hasta el último detalle para no cargar la cuenta de gastos.
Operando en los márgenes de una industria que cuando él llegó a ella, hacia 1953, estaba perdiendo las señas de identidad sobre las que había construido su hegemonía mundial en las tres décadas anteriores, Corman logró elevar la (mal) llamada serie B a cotas que pocos cineastas lograron igualar.
Sus filmes son artesanales, en ocasiones cutres; pero siempre respiran algo que se ha perdido en el cine de género que podríamos asimilar al suyo: una espléndida seguridad narrativa, un raro olfato para encontrar y atraer el talento ajeno, y no sólo el de los cineastas a quienes produjo o de los extranjeros que distribuyó en Estados Unidos (Kurosawa, Losey, Bergman, Fellini o Truffaut), sino en guionistas, operadores y actores; y un sustrato cultural que ha hecho de sus filmes inimitables, poderosos llamados a la inteligencia, sin desdeñar nunca el goce o el miedo que siempre aseguró a sus espectadores, los jóvenes y no tan jóvenes de palomitas y despreocupada, irrepetible sesión de tarde y programa doble.
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