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La oración prohibida

Será cosa del decorado, pero el Casino Gran Madrid de Torrelodones no se parece en nada a una taberna. Allí alquilan chaquetas y con eso está dicho todo. También hay mármol, muchas lucecitas, espejos, cámaras de televisión y un mostrador donde es preciso identificarse antes de acceder a la cancha. Berta, desde El Escorial, decide, y si da su conformidad, el visitante recibe un papelito, pasa el último control y cruza una puerta qué le lleva a la sala de Juego.Dentro, la clientela es variada, pero. conviene mencionar que no abundan, los campesinos. Y si aparece alguno,se le nota enseguida. En las mesas de black jack, por ejemplo, es fácil reconocerlos por sus gestos de alarma cuando otro jugador, en una sola mano, apuesta 100.000 pesetas.

El ritual siempre es el mismo: suben las cejas, miran al croupier, estudian el rostro de los demás jugadores, se ras can la oreja, y finalmente, asimilando que allí- nadie se inmuta, vuelven a comprobar el montante de la apuesta; por si hubieran sumado mal. Entretanto, alrededor de la mesa, varios personajes sin identidad observan la escena. Pasean, vigilan, van de mesa en mesa, pero nunca juegan, ni hablan, ni se paran mucho tiempo en el mismo sitio. Fantasmas en la moqueta.

En realidad, sólo hay dos tipos de jugadores: los esporádicos y los habituales. Y entre estos últimos, dos subsecciones: los que pierden muchísimo, pero nunca lo notan en el bolsillo porque son sumamente ricos, y los que pierden muchísimo, y sí lo notan, ya que cada peseta volada les supone un grave quebranto en la vida civil. Ésta es la verdadera rama sufriente. Los ricos, en efecto, gruñen, resoplan o se cabrean un poco, aunque rápidamente echan mano a la visa y despejan sus cuitas junto al cajero automático.

Los otros, sin embargo, palidecen, se levantan y abandonan la sala llorando hacia dentro, como hacen los perros. No es para menos: a menudo se han jugado el trabajo, los amigos, el futuro, el alma, la familia y hasta la posibilidad de ir a la cárcel. Malos tiempos para la reflexión. Han perdido tanto, y han tratado de recuperar tantas veces, que sólo les sirve buscar más dinero y regresar al día siguiente con la esperanza de derrotar al monstruo.

Una quimera, desde luego, y les consta, pero para ellos no existe nada comparable en emoción. Hay quien define, los juegos de azar como un anhelo religioso, por no decir una religión en sí misma, y para los creyentes madrileños este casino es el único templo oficial al que pueden acudir. Allí dentro es legal arruinarse jugando al black jack, a la ruleta, al punto y banca o a las máquinas tragaperras; y fuera, en la calle, a los ciegos, a las quinielas, a la primitiva a la lotería o al bingo. Pero no al póquer, por ejemplo, ya que Gallardón, mi apuesto presidente, una vez más. se ha negado a legalizarlo.

Por alguna razón, los políticos le han tomado tirria a esta modalidad y prefieren que siga practicandose en catacumbas clandestinas donde los tahúres, los ventajistas y los profesionales del préstamo se ceban a placer con los incautos.

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(Nota: al respecto, tenía pensado describir estos ambientes y recorrer sus escondrijos, peto el señor Martínez hrens, don Jan, periodista y hombre de acción, se me adelantó hace unas semanas: "Son locales desdentados, en, algún caso antiguos casinos, que mantienen una. atmósfera taimada, de puro y coñac, por la que pululan jugadores, curiosos y algunos prestamistas con el don de la oportunidad". Pues eso: lo que iba a decir yo).

En pie, por tanto, y gracias a las autoridades comunitarias, seguirán estos locales. Pequeñas iglesias mustias donde algunas personas, en momentos determinados de sus vidas, acudirán para curarse un esguince de alma. Por no morir de sed. Sucede, además, que en esta religión, como es preceptivo, también hay jerarquías, y que el póquer es p ara muchos la oración más sublime. Yo añado el mus y las chapas, pero mejor será no mentar la bicha; por si las moscas.

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