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La naturaleza, Roberto Carlos y el fútbol

Santiago Segurola

La naturaleza ha sido generosa con Roberto Carlos, el explosivo lateral izquierdo del Real Madrid. Dispone de un insuperable equipaje físico que le permite atender a todas las exigencias del fútbol actual. Ataca la banda izquierda como un avión y regresa con una asombrosa capacidad de recuperación. Elástico como la goma, salta y gira instantáneamente, con un estallido nervioso que no tiene comparación en nuestros campos. A sus sobresalientes facultades, añade una pegada devastadora, a veces incontrolada, pero siempre temible. Es un jugador que impacta, que lo sabe, que juega con ello y que saca un buen rendimiento de su poderío. Su despliegue da aire a la banda izquierda y contribuye al traslado de Raúl hacia posiciones interiores. En definitiva, su papel es irreprochable desde el punto de vista físico y desde el contagio que produce su carácter expansivo.Ahora mismo Roberto Carlos es ídolo en Chamartín, donde la gente se entusiasma con sus carreras, sus remates y sus piruetas. Es un jugador que llena las retinas y que transmite una sensación efervescente a las gradas. Está bien un poco de alegría en el fútbol, ahora que prevalece la impostura de la seriedad, del juego ceñudo y rígido. Pero si el lado expansivo de Roberto Carlos es elogiable, su parte futbolística resulta cada vez más sospechosa.

Estamos ante un jugador que produce graves destrozos en el juego del Madrid. ¿Por qué? Porque muchas veces no tiene respuestas a los problemas estrictamente futbolísticos que se producen en los partidos. En el aspecto defensivo, sus carencias son notables. Varias de las situaciones más delicadas que ha sufrido el Madrid se han producido por la algarabía de Roberto Carlos, que acostumbra a cerrar mal que tiende a ir al suelo, que sale en busca de la pelota sin medir el ajuste de la línea, que apenas piensa en las consecuencias de su descontrol.

Resulta curioso que en un mismo equipo coincidan dos jugadores tan opuestos en el físico y en el intelecto. Sólo desde su privilegiada inteligencia se puede comprender el papel de Milla, un jugador desdeñado por la naturaleza. No puede correr, no puede saltar, no puede rematar, no puede cabecear. Pero es un futbolista magnífico porque sabe jugar. Conoce el juego, lo interpreta, lo desentraña y lo reduce a una sencillez admirable. Su juego es un producto exclusivo del buen juicio, del aprovechamiento máximo de unas pocas cualidades en el medio hostil que es el fútbol de hoy: tan vigoroso, tan rápido, tan asfixiante, tan poco indulgente con gente como Milla si no fuera por el inapreciable valor del sentido común.

Mientras Milla navega abnegadamente contra la corriente actual del fútbol, Roberto Carlos se deja arrastrar por la ola de su exuberancia. En lugar de pensar en el juego, se deja llevar por las demandas de su físico y por una atención deliberadamente populista hacia la hinchada. Pero el fútbol, o saber jugar al fútbol, es otra cosa.

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