No tan honestas aventuras
Temporalmente calmado por el procedimiento de la ducha catalana el clima gratuito de crispación, bueno será que volvamos a las cuestiones de principio. Por ejemplo, a la relación entre lo público y lo privado. Una parte de las simplificaciones que envenenan el debate político reside en pretender que los dos bandos consisten en los defensores de lo público y los propugnadores de la expansión de lo privado. Pero no es así. Sólo los seres de otras galaxias -del género de Anguita- alientan el crecimiento del Estado. Para el resto, éste debe autolimitar su área de acción aunque insistan unos en lo que debe mantenerse en ella y otros en lo que le debe ser amortizado. La solidaridad esgrimida por los primeros se contrapone al afán liberal de los segundos. Pero lo decisivo no reside en este juego de matices, sino en cómo se llevará a la práctica de forma precisa la delimitación entre lo público y lo privado.Cuando nacía el liberalismo, Edmund Burke definió la carrera política como una "honesta aventura" que un caballero podía proponerse en su vida a expensas de su propia fortuna. Ahora es una carrera profesional necesitada de reglamentación. Los principios son sencillos y bien obvios. Lo público no puede ser administrado como si fuera privado, sino con la voluntad de servir a intereses comunes. Pero esta frase es tan fácil de enunciar como difícil de cumplir. En realidad, como bien señaló Camus, hay que pensar que son, necesarias las reglas por si los principios quiebran. Y las reglas de los administradores de lo público deben tener un plus sobre aquellas otras que se aplican a los gestores de lo privado.
Los liberales que engolan la voz para propugnar la defensa de lo anglosajón debieran tener en cuenta que la distinción entre público y privado y el nivel de exigencia para lo primero resulta en estas latitudes mucho más aquilatado que en las nuestras. En Estados Unidos ha habido políticos que han debido dimitir porque vendían libros a los organizadores de conferencias gratuitas en las que actuaban y en Gran Bretaña se considera deshonesto a un político que tiene relación profesional con una empresa dedicada a campos sobre los que hace preguntas parlamentarias.
En España las cosas van por otro camino. En otro sitio el plus de exigencia en los administradores de lo público habría retirado de la política a Alfonso Guerra en 1989 mientras que aquí sólo ocho años después se cuestiona su permanencia en la dirección del partido. Si existiera ese plus de exigencia, es muy probable que el nombramiento del director general de TVE hubiera sido revocado. Aznar ha incumplido una promesa electoral, pero eso no es lo grave. López Amor tenía probablemente razón al desear la formación de un gobierno municipal en Madrid vinculado al centro y la derecha. Quizá no vió más que unos segundos la documentación fiscal de su compañero de partido (situación que suele coincidir con el mayor grado de odio imaginable). Pero el solo hecho de haber tenido esa tentación (sin que siquiera esté probado que tuviera algún resultado en maniobras contra su adversario) debiera ser bastante, caso de conocerse en tiempo oportuno, para ser excluido de la lista de los candidatos a ese puesto. Ese criterio puede parecer muy exigente, pero es obvio que un día será de aplicación también en España.
Porque lo pésimo de casos como ése es hasta qué punto contaminan al conjunto de la sociedad y envenenan el debate. Durante ocho años ha sido imposible debatir cualquier propuesta de Alfonso Guerra sin que saliera a relucir su hermano. A López Amor, para su desgracia, le ha nacido un hermano Juan nada más desembarcar en Prado del Rey. La única ventaja de lo sucedido para todos es que habrá de medir al milímetro su acción desde el primer momento. Pero nos debe una explicación y ya ha hecho mal al retrasarla.
Las reglas de conducta en tomo a lo público son el producto de la voluntad de los administradores para someterse a normas, pero sobre todo de la exigencia de la opinión. Por eso nada mejor que la información para crearlas y mantenerlas. Eso la convierte en necesaria, porque se juegan cosas importantes, pero sitúa a quien la proporciona en el molesto papel de inquisidor poco propicio a dar alegrías. En el Museo del Prado, por ejemplo, se ha producido un desembarco de consejeros técnicos y jefes de departamento sin publicidad, sin ningún tipo de selección previa y con una designación calificada por quien puede hacerlo como "absolutamente caprichosa" que elude incluso al pleno de su Patronato. Estremece imaginar en qué puede acabar este género de actuación en unos años. Démonos, al menos, un respiro de satisfacción en otro caso. El nuevo intendente del Teatro Real, antiguo empresario artístico, ha renunciado a su condición de. tal nada más ocupar su cargo. Laudable, pero también obvio. Pero no viene nada mal recordarlo, al menos para que sirva de término comparativo.
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