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NECROLÓGICAS

Una vida para el teatro

Siempre nos llevamos mal. Al principio, trabajó con nosotros, en Triunfo, y llevaba una pequeña sección de "recomendaciones". Tenía su independencia, y su derecho a ella: a veces tuve que defenderla, teniendo yo otra, frente a autores que consideraban que su obra había sido retirada o preterida sin justicia. El crítico era Monleón, y tampoco coincidían (ni coincidíamos) siempre.Más tarde vino lo que se sigue llamando democracia, que en el teatro fue un estallido raro; todo un gran grupo de autores que habían intentado rehacer una vanguardia que consistía principalmente en disfrazar sus textos, sus personajes o sus frases para que no las comprendiera la censura, que las comprendió absolutamente, y trataban de vivir de sus cajones de manuscritos, y esto no es que me pareciera a mí imposible: es que se lo pareció al público, y es que era imposible. Por alguna razón, aquellos autores -¡qué psicologías más difíciles! Cierto que el dividir su mentalidad escritora en varios personajes diferentes, y el disfrazarlos después, podía conducir a unas actitudes esquizoides y paranoides- llegaron a la conclusión de que yo era un obstáculo peor que Franco -tengo una dedicatoria de Arrabal comparándome, con mejoría para ellos, con Stalin y Castro, con Hitler y no sé con quién más: el caso es que algunas obras suyas que trajo Monleón no gustaron para nada-; Moisés Pérez Coterillo se sumó a ellos, como Pepe Monleón. Tenían una tesis especial, de la que yo difiero: que la crítica se hace desde dentro del teatro, participando en él, y no desde fuera. La mía era que el crítico trabaja para sus lectores y no para otra profesión, actividad, institución. Una idea general de la escritura y el periodismo. Lo hacemos para los lectores. Esa actitud fue llamada antes de todo esto, lejos de aquí- "crítica del gusto". Con caracter peyorativo.

Y he aquí que por esa historia rara no nos volvimos a hablar Coterillo y yo nunca más. En sus revistas, Pipirijaina y El Público, hacían contra mí la crítica que no querían contra su teatro. Pero en todo ello advertí en Moisés una honestidad primordial. Lo que unos defendían para colocar su viejo teatro, él lo hizo porque creía en ellos, en la nueva escena, en las teorías de unos estudiosos americanos o americanizados -como Ruíz Ramón-; porque creían en ese teatro. Las publicaciones que hizo tenían calidad, eran brillantes y eran inteligentes. La política le interesaba poco, como a la mayor parte de ellos: algo trabajó aquí, pero mucho más en Abc, donde se le presentía como el crítico que podría suceder un día -que no ha llegado- al titular. Y en el Ministerio de Cultura: en la larga etapa socialista, y volvió ya con el gabinete de la derecha. A lo que jugaba con toda su fuerza, y con toda su vida, era al teatro, a que viviera el teatro. Gracias a él salieron publicaciones muy importantes en el ministerio, donde llevó el departamento de documentación, al que había vuelto: tenía buenos proyectos, que hay que suponer que se terminarán de hacer a pesar de esta ausencia definitiva.

No siento para nada que las últimas veces que nos encontramos, cuando ya creíamos todos -y él- remontada su enfermedad, pasaremos el uno junto al otro como hombres invisibles. Al fin y al cabo, eran dos posturas literarias, o teatrales, o doctrinales opuestas. Pero siento profundamente su muerte. Vi de pronto su esquela cuando esperaba que llegase su ultimo libro sobre el teatro contemporáneo, y sentí dolor. Le va a faltar al teatro un defensor fuerte, convencido, invencido: fue un hombre de teatro.

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