CIG 1 96: cuarto y mitad para necesidades europeas
La Conferencia Intergubernamental (CIG) iniciada hace siete meses ofreció su primer fruto oficial, el documento de la presidencia irlandesa que, como tal, ha de tenerse en cuenta por la sucesiva holandesa hasta rematar en el definitivo proyecto de nuevo Tratado en junio de 1997.Y ha ocasionado el primer fruto oficioso, la carta Chirac-Kohl emitida tras la última cumbre franco-alemana.
Por supuesto que el segundo papel es políticamente más importante que el primero, al venir de quienes viene, quien manda, manda, y al formular un compromiso inequívoco por parte de dos Estados, para seguir más allá del futuro Tratado como éste no atienda las necesidades mínimas de reforma que los datos reales y la propia voluntad europea exigen.
Del documento irlandés es de alabar el incluir la política de empleo entre las comunitarias, precisamente tras la económica y monetaria, el dotar de personalidad jurídica a la Unión y el esfuerzo por comunitarizar las políticas de inmigración y asilo, si bien sin atreverse a introducir el voto por mayoría. Ficticiamente acude a ese voto en la política exterior y de seguridad para adoptar "posiciones comunes", pero de inmediato da marcha atrás en cuanto un Estado se oponga a tal votación. Así que estamos donde -más bien detrás de donde- estábamos.
En materia institucional, el texto es del todo deficitario: no sólo elude pronunciarse sobre la necesaria reponderación de votos en el Consejo, sino que admite que este y otros temas, como la generalización del voto mayoritario en mercado interno, puedan relegarse para el año 2001. También prevé similar aplazamiento para la total libertad de circulación de las personas, asignatura pendiente de la proclamada ciudadanía europea. (Ignoro si los comentaristas han reparado en el peligro que tales dilaciones supondrían; intercalada la negociación con los países solicitantes a la adhesión seis meses después de la firma del nuevo Tratado, el empantanamiento de la Unión o, para hablar más en fino, la conversión de ésta en una zona de libre cambio, estaban garantízados).
Tampoco se atreve a adoptar una postura en cuanto al número de comisarios y, lo que es peor, involucra a los Parlamentos nacionales en el decisionismo comunitario, camino éste distorsionador donde los haya.
Puestos a cuantificar, Irlanda ha puesto sobre la mesa, algo así como una cuarta parte de la ración mínirnamente exigible para que Europa avance.
Es así que, no obstante, las inevitables frases de cortesía, el balance más extendido en Dublín, era que el quietismo imperaba, lo cual no dejó de satisfacer a varias delegaciones, si es que no recelaban de que la cosa no quedaría así, conocido el avisó franco-alemán, muy poco después cumplimentado.
En efecto, la iniciativa franco-alemana marca a partir de ahora la conferencia, y crea, como en el viejo chiste, un trilema: o marasmo -si por una interpretación literalista y timorata del artículo N del Tratado se considerase ilícita la reforma así obtenida al no contar con el asentimiento de todos los Estados-, o bicefalia rupturista -si a los dos más poderosos se les dejase marcar en exclusiva el paso-, o el verdadero paso adelante -si los más de los socios deciden llevar a cabo tamibién esa "cooperación reforzada" de que habla el texto Chirac-Kohl.
Y a ver qué pasa. No pasa nada.
Las amenazas británicas de orden jurídico-político contra las reformas a 10 u 11, basadas en el entonces artículo 236, eran inconsistentes (me remito a mi libro La ciudadanía europea, Madrid, 1994, páginas 132 y siguientes), como lo serían ahora basadas en su trasunto N.
Entró en vigor Maastricht, con unas excepciones para Inglaterra y Dinamarca -por cierto, mal articuladas, se les deja meter el cazo allá donde no están-; y entrará en vigor Anisterdam (si es que hay firma en junio, y por tanto durante la presidencia holandesa; ello es tanto más probable cuanto menos atención se preste a los renuentes).
Esto en cuanto a lo procedimental.
En cuanto a contenidos, digamos que la carta Chirac-Kohl añade otro medio kilo de sustancia al guiso:
Aborda suficientemente la comunitarización de la política exterior y de seguridad; y lo malo -repito- estaría en que la pusilanimidad de los demás dejase que los dos más fuertes Estados se queden a solas con el timón de tamaña empresa. Dentro de ella, parece que no hay duda de que habrá "célula de prevención y análisis", de que se darán cuestíones decidibles por mayoría (con la posibilidad de "abstenciones constructivas", incapaces de parar el tren), de que la Comisión y el Parlamento pintarán un tanto... y -gran novedad, impuesta por Francia- tendremos "mister Pesc", el responsable de nuestra diplomacia común, de quien olfateo que será un señor galo de apellido compuesto y ex presidente de República.
Y aborda insuficientemente, pero no tanto como el documento de la presidencia, el tema institucional; reponderación de votos en el Consejo, asunción de lo que mayoritariamente se vote en éste, disminución del número de comisarios que ya no tendrá que equipararse al de los Estados, y codecisión generalizada Consejo-Parlamento en directivas y reglamentos.
Eso sí, otra concesión a Francia, "asociación colectiva" con los Parlamentos nacionales para ciertas decisiones; venturosamente, para no cometer el despropósito de meter en el saco institucional a, los plenos en sí, acude de nuevo a -un organismo coordinador interparlamentario cuya sigla, COSAC viene siendo sinómino de gratas conversaciones y saludable inoperancia.
(Por cierto, que parece deducirse del texto una COSAC a la par y no como hasta ahora: la compondrán tantos eurodiputados como la suma de representantes nacionales, que es lo que un servidor defendía cada vez que hablaba allí, y que no es ni más ni menos que ser fieles al principio de doble legitimidad en la Unión).
De la síntesis de ambos documentos, el oficial para salir del paso y el no oficial que marcará el paso, tenemos material para una CIG / 97 que en este primer semestre pueda culminar su tarea si cuenta con una presidencia holandesa tan esforzada y hábil como le fue en el pre-Maastricht y si, sobre todo -no se cansaría uno de repetirlo-, hay nueve, diez países que apoyen críticamente, pero apoyen, el texto franco-alemán como ineludible punto de partida.
No sería inútil, menos aún regresiva, la firma que sobre un Tratado de tal guisa recayese.
¿Y el cuarto de kilo restante? Podría y debería integrarse de ciertas pero ineludibles medidas de acompañamiento que para la fecha de entrada en vigor del futuro Tratado, y por supuesto, de todo amago de ampliación, deben producirse.
A saber, y telegráficamente: en lo político, aprobar la ley electoral uniforme para el Parlamento, cuyo texto elaborado por éste lo tiene el consejo va para cuatro años y cuya adscripción a la CIG consta en la convocatoria de ésta.
Y en lo económico, un Acuerdo del Consejo Europeo, paralelo al de Dublín, por el que se desarrolle el artículo 103 del Tratado y, en consecuencia, se inordine una política económica de la Unión, de origen democrático al estar votada por el consejo, con tanto poder como para lo monetario está reservado al futuro Banco Central Europeo. Una armonización fiscal según el Memorándum del comisario Monti, abril de 1996 (una vez derogado el requisito de unanimidad de esta materia) y consecuente -o, si se quiere, coincidente- enérgica elevación de la cuantía del presupuesto comunitario, que hoy no significa sino el 3% de la suma de los Presupuestos Nacionales de los Estados miembros.
Todo esto podría llevarse a cabo con motivo de la revisión de las perspectivas financieras, calendadas para 1998.
Y si quedasen tiempo y ganas, puesta en práctica, aunque sea parcial, de alguna de las medidas del Libro Blanco sobre el Crecimiento, Competitividad y Empleo (Plan Delors, 1994), por todos alabado y por todos hasta ahora sometido a cuidadoso boicot.
No estaría mal estrenarse en el euro gastándolo un poquito en atender a necesidades colectivas europeas y, de paso, reactivar la economía de la Unión.
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