Manual del peatón
No salga jamás a la calle sin haberse revestido previamente de longanimidad (grandeza y constancia de ánimo en las adversidades). Una vez en la vía pública, ponga la otra mejilla y no permita que la conducta ajena le convierta en un pequeño ser enfurecido. Primero, porque seguramente no le serviría para nada; segundo, porque no resulta airoso ir por la vida de cascarrabias, y tercero, porque el que se pica ajos come, lo pasa fatal, padece. Practique la elegancia social de la sonrisa y la tolerancia. En el autobús, en el metro, en la cafetería, diga "gracias", "por favor", etcétera, aunque no sea correspondido. En los pasos de cebra, agradezca con la manita el gesto del vehículo que se detiene para dejarle cruzar; ya sé que a algunas personas les irrita tal costumbre madrileña por aquello de que "parar es obligatorio", pero ustedes no se inmuten: hay tan poquitos automovilistas que cumplan dicha obligación... Por otra parte, y aunque resulte difícil compaginar esto con la susodicha longanimidad, no se fíe ni de su propia madre, pues una cosa es la lenidad y otra el suicidio. Si no quiere que se desmorone su fe en la humanidad, piense que la mayoría de los conductores es buena, y que los malos son sólo unas cuantas ovejas negras y descarriadas, cual sucede con el País Vasco y ETA o sucedió con Alemania y el nazismo. Nada de esto resulta tan prístico como yo lo formulo aquí, pero evite lucubrar sobre el tema, ¡a la calle, arrr!Y ahora, ya inmerso en el mundo exterior, no dé nada por asumido: sabemos que las aceras son para los peatones, pero no se confíe, no sea parvo, que en menos que canta un gallo puede aparecer una moto rugiente y abalanzarse sobre usted. Sabemos que los semáforos en rojo obligan al conductor a detenerse, no hay vuelta de hoja, pero usted evalúe en cada caso concreto las posibilidades de supervivencia antes de cruzar, y no digamos si sólo le protege, por el flanco de la circulación, el parpadeo ámbar de una luz intermitente. También sabemos a qué obligan las calles de sentido único, pero déjese de tontunas y mire en todas direcciones: siempre puede materializarse en el último instante una motopicha letal circulando a contracorriente.
Aparte de estos Principios fundamentales del movimiento, nunca mejor dicho, el peatón madrileño amante de su integridad psicosomática debe proceder a una exhaustiva evaluación táctica de los puntos negros existentes en su itinerario habitual. Los hay a millares y por doquier, de modo que me limitaré aquí a señalar a título de muestra algunos de los que nos acechan en el paseo de la Castellana, tan céntrico, tan prócer. Bajamos por el bulevar derecho, desde San Juan de la Cruz, y frente a la Escuela Superior del Ejército nos topamos de pronto con el peligrosísimo acceso por obras del tráfico rodado, incluidos autobuses, desde la calzada lateral a la central. Allí no hay semáforos, ni policías municipales, ni otra defensa para el infeliz transeúnte que un triste paso de cebra provisional, con rayas amarillas, que la rugiente manada de vehículos ignora abiertamente
¿Y si descendiéramos por el bulevar izquierdo? Es un andén bastante lírico y como norteño, con begonias y guijarritos, al estilo del Arenal bilbaíno o los jardines donostiarras de Alderdi-Eder, pero el ensueño se rompe bruscamente si, llegados a la plaza del Doctor Marañón, pretendemos cruzar al lado opuesto. Hasta que cerraron hace unas semanas el acceso desde José Abascal, había que vadear la calzada con cuidado y celeridad extremos porque la luz verde sólo se encendía unos segundos e inmediatamente se nos echaba encima la marabunta, lanzadísima, desde la calle citada. Se trataba de un cruce no apto desde luego para minusválidos, ni tampoco para mayores de 55 años, que ya se sabe que no ven tres en un burro -según, reitera un simpático anuncio de, la tele-, se pasan la vida echándoles migas a los papelones que flotan en los estanques creyendo que son patitos y muy bien podrían correr a abrazar el autobús que se les echa encima, con grave riesgo para su vida, confundiéndolo con la oronda tía Amalia, que reside habitualmente en Marinaleda, pero viene de vez en cuando a pasar temporadas a Madrid. Cuando terminen las obras, supongo que todo volverá al statu quo, y en el caos reinante tampoco resulta nada aconsejable cruzar ahora. Moraleja: tener más de 55 años resulta gravemente perjudicial para la salud.
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