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Tribuna
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Los idiotas morales

Las personas y las comunidades humanas más afortunadas suelen tener anclados en la memoria momentos especialmente dolorosos de los que lograron extraer un máximo consuelo y fuerza suficiente para acometer su futuro con mayor lucidez, mayor madurez y confianza. Desde hace más 20 años, somos muchos los que encajamos el revés de cada atentado terrorista con la renovada esperanza de que sea finalmente el detonante del rearme moral imprescindible para acabar con este fenómeno tan terrible como absurdo y para curar los muchos y graves "daños colaterales" que la prolongada actividad terrorista ha causado en España y especialmente en Euskadi.Dos rostros, cuyas fotografías publicaba el jueves este periódico, simbolizan dramáticamente las dos partes que se enfrentan en este conflicto. Uno, les representa a ellos, a quienes dicen estar en "guerra", a quienes mataron el miércoles a un padre de familia y acusan a los españoles de haberles obligado a matarle, a quienes tienen a dos hombres secuestrados y dicen que la culpa es de todos nosotros por no dejamos secuestrar todos de forma voluntaria; es el rostro procaz del idiota moral que se sabe protegido por las leyes de un enemigo que cree en el derecho y la piedad; aparece en la página 15, sus ojos revelan la satisfacción por el fugaz protagonismo que le otorgan los fotógrafos; sonriente, muestra las esposas en ademán triunfante y victimista a un tiempo; posa ostensiblemente ante las cámaras; es un tal Jaime Iribarren el encargado por la mesa de Herri Batasuna de bendecir, esta vez por adelantado, el crimen del miércoles. La otra imagen, en la página 13, muestra a la viuda del teniente coronel Jesús Cuesta Abril, con la mirada en el suelo y el rostro sereno, que se ajusta la gabardina para acudir al colegio de sus dos hijos para informarles que pocos minutos antes alguien a quien no conocen ha destrozado sus vidas; aparece totalmente desentendida de su en torno -incluso de la presencia del presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, que le sujeta el brazo-, sumida en profunda introversión. Difícilmente puede ofrecérsenos una imagen que simbolice con mayor dignidad los valores civilizatorios que defiende una sociedad libre en su lucha contra la embrutecida banalidad de los asesinos de su marido.

Más allá de la imprescindible represión policial del crimen y los criminales -de los que aprietan el gatillo como de los que señalan a la víctima, eligen el momento o jalean la ocasión-, más allá de los acuerdos políticos entre las fuerzas democráticas y los acuerdos de cooperación entre Estados, el rearme de la sociedad abierta contra la barbarie exige el compromiso individual, y para ello la reactivación de las conciencias. Más allá de toda política, es un acto íntimo, en el diálogo interno de la persona, donde se discierne sobre el bien y el mal. "El discurso que el alma tiene consigo misma sobre las cosas que somete a su consideración", como Sócrates define el pensamiento, es lo que distingue a la persona entera, capaz de sentir y con criterio moral.

No se trata aquí de pedir la conversión o la reflexión de aquellos que, sean cuales sean las causas, matan por costumbre, odio u obcecación. Los asesinos y sus cómplices deben ser juzgados y pagar sus crímenes en la cárcel; allí tendrán las condiciones apropiadas y el tiempo necesario para plantearse ese diálogo interior. Los más afortunados pueden llegar a emprender ese proceso de humanización que tiene una escala imprescindible en el arrepentimiento y la consecución de la capacidad de sentir y pensar en el susodicho sentido socrático. Casos de arrepentimiento sincero ha habido muchos, se siguen produciendo y la sociedad y el Estado hacen bien en fomentarlos.

A los que deberían conmocionar las caras antagónicas de la viuda de Cuesta Abril y de Iribarren es a todos aquellos en la sociedad vasca que, votantes de HB o dirigentes nacionalistas, aún equiparan violencias y motivos políticos entre las dos partes o se ven tentados a alianzas coyunturales con los criminales y sus cómplices. El problema moral puede reducirse al dilema de elegir entre dos modelos de persona. ¿Prefiere que sus hijos se parezcan a la sociedad, el de la viuda serena silente o el vocero de la muerte? ¿En cuál de estas dos personas preferiría reconocerse? Se trata de elegir entre víctima y verdugo y nadie puede dudar de cuál sería la elección en la sociedad vasca. A los individuos y a las comunidades que quieran seguir respetándose -y en primer lugar a quienes han asumido responsabilidades en defensa de las mismas, sean políticos, fiscales, jueces o policías- les llega el momento en que han de elegir y comprometerse, so pena de sufrir ellas mismas el daño moral y la amputación de su propia sensibilidad e integridad como persona pensante y sintiente.

Las personas que piensan y sienten en Euskadi han de enfrentarse a quienes no son capaces de ello y quieren privarles a ellos de criterio moral, convertirles en miembros de esa desgraciada banda de idiotas morales que son Iribarren, Aoiz y su gente. El conflicto conlleva riesgos per sonales para cada uno, pero peores son los peligros que se derivan de la pasividad y éstos además no excluyen aquéllos. Por eso, lejos de ser una amenaza, en las actuales circunstancias el enfrentamiento civil en Euskadi -que algunos dicen temer- no sólo es positivo sino imprescindible. En el Parlamento y en las instituciones, pero también en la calle y en las familias, las personas libres han de en frentarse al idiota moral, a la subcultura del crimen banal y del desprecio al derecho y a la piedad. La fuerza determinante no está en el sentimiento democrático, en la lealtad al Pacto de Ajuria Enea u otros principios políticos, está sobre todo en la capacidad de cada individuo de mirar en su interior, valorar entre lo fundamental y lo accesorio y optar en contra del mal banal, del dolor gratuito, esté éste en uno mismo o en el entorno más inmediato. Porque aunque hace tiempo ya que el te rrorismo de ETA y su entorno de ponzoña intelectual no suponen un peligro para el Estado democrático, sí lo son, y cada vez mayor, para la integridad moral y la dignidad de la suma de individuos que componen la sociedad vasca.

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