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Actos Políticos

Desde que la actividad de los tribunales se ha convertido en el centro de atención de la vida política y mediática, conceptos que hasta ahora venían siendo objeto de la atención exclusiva de los juristas han desbordado los confines de su círculo profesional para entrar de lleno en el debate político y social. Sin duda esto es bueno, porque, siendo la administración de la justicia y su correcto funcionamiento algo que a todos interesa, el lenguaje del derecho no puede seguir siendo patrimonio de unos pocos e incomprensible para la mayoría.Pero sucede con harta frecuencia que algunos de esos conceptos -cuyo significado es cuando menos objeto de controversia jurídica- se están manejando con tanta soltura como imprecisión. Más aún, de la lectura de ciertos titulares de prensa y de algunas declaraciones políticas se saca la impresión de que, a falta de mayor explicación, el sentido originario de los conceptos se hurta o se pierde, porque han quedado convertidos en simples banderas de combate, en armas arrojadizas que se utilizan más que nada para descalificar sumariamente las opiniones del adversario o para halagar los oídos de los afines. Por eso es necesario explicar el contenido exacto de cada concepto, de manera que todo el mundo pueda formarse una opinión cabal de los problemas a que hacen referencia. Esto es, al fin y al cabo, lo más importante para reforzar la salud de nuestra democracia.

Uno de estos conceptos últimamente popularizados es el de "actos políticos", que atañe a las relaciones entre el Gobierno y la Administración de justicia y, más en concreto, a un límite específico y muy singular del control que los tribunales ejercen sobre las actividades gubernativas.

Ese concepto fue inventado en Francia durante el siglo pasado, en un periodo mucho más convulso que el presente, como un medio para que el órgano encargado de enjuiciar a la Administración pudiera evitarse el sofoco de intervenir en conflictos de claras connotaciones políticas. Se distinguió de esta manera una actividad administrativa del Gobierno de una actividad propiamente política o motivada por razones políticas. Pero esta distinción resultaba altamente artificial -qué decisión del Gobierno no es en realidad política- y tenía como resultado restringir la garantía judicial de los derechos de los ciudadanos en asuntos políticamente sensibles.

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Por eso, esa versión de los llamados actos de gobierno, fundada en la teoría del "móvil político", fue abandonada hace mucho tiempo, nada menos que desde 1875, cuando el Consejo de Estado, que es el órgano que en Francia juzga las decisiones de la Administración central, acordó entrar a conocer de un recurso formulado por el príncipe Jerónimo Napoleón contra su exclusión de la lista de generales del Ejército de la naciente III República, pese a que el Gobierno republicano alegó la manifiesta finalidad política de su decisión.

En España, por el contrario, se mantuvo la exclusión del control judicial de ese tipo de actos e inclusive la legislación del régimen franquista aplicó expresamente el concepto de acto político a todas las decisiones del Gobierno que tuvieran que ver con un amplísimo concepto de seguridad del Estado, de tal manera que se impedía toda posibilidad de control judicial de acuerdos gubernativos que cercenaban libertades públicas esenciales como las de asociación, reunión y manifestación políticas.

Con la aprobación de la Constitución, esa legislación, aún no modificada formalmente hasta ahora, vino a quedar derogada, pues obviamente no se compadece con las exigencias del Estado de derecho, y así lo han entendido los tribunales de justicia, que no dudan en extender su control de legalidad a toda decisión del Gobierno que pueda conculcar los derechos e intereses legítimos de cualquier persona. Sobre este punto, pas de question, pues no conozco a ningún jurista serio que proponga una vuelta atrás en la historia para restringir el control de legalidad de las decisiones del Gobierno, cualquiera que sea su trascendencia política.

Pero hay ciertas decisiones que, en virtud de la Constitución, corresponde adoptar al Gobierno (y, en algunos casos, a los gobiernos de las comunídades autónomas), que no están reguladas por leyes que establezcan condiciones para su ejercicio ni afectan, al menos directamente, a derechos de los ciudadanos, pues son decisiones de alcance general, mediante las que el Gobierno ejerce su genuina función constitucional de dirección política, bajo su exclusiva e intransferible responsabilidad. La mayoría de ellas se refieren a las relaciones del Gobierno con otros poderes del Estado o a las relaciones internacionales, aunque hay sin duda otras al margen de esas dos materias típicas. Estas decisiones, muy pocas en realidad, se conocen igualmente en los Estados de nuestro entorno con distintas denominaciones -Regierungsakt, acte de gouvernement, atto politico- pero con la misma consecuencia. No son, por su propia naturaleza -que no por la finalidad con que se adoptan-, decisiones susceptibles de control por los tribunales ordinarios, ya que la función de estos últimos se limita a controlar la legalidad y a tutelar los derechos de los ciudadanos. Por el contrario, no estando en juego la observancia de ninguna ley ni la defensa de derechos individuales, la interferencia de los tribunales en este tipo de decisiones -aun apelando a principios jurídicos abstractos- podría alterar el equilibrio de poderes que la Constitución establece.

¿Se imaginan que pueda ser objeto de recurso, por ejemplo, la decisión del presidente del Gobierno de disolver las Cámaras y convocar elecciones? ¿O el acuerdo del Consejo de Ministros de enviar o no enviar a las Cortes un proyecto de ley o de dar prioridad presupuestaria a tales o cuales necesidades? ¿O la fijación del criterio de la representación española en el Consejo de Ministros de la Unión Europea? ¿Debería poder ser recurrible ante los tribunales el nombramiento de un ministro? ¿Y la decisión del Banco de España -que ejerce con independencia funciones de política monetaria- de mantener o modificar los tipos de interés? ¿Y el acuerdo de enviar tropas españolas a una fuerza multinacional de paz?

Conviene entonces no confundir, porque si por "actos políticos" se alude entre nosotros también a este último tipo de decisiones, es claro que deben estar exentas de control judicial, por imperativo constitucional, salvo en el improbable caso de que vulneren derechos fundamentales o infrinjan alguna disposición legal expresa, como precisaba el proyecto de Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa que se estaba tramitando durante la pasada legislatura. El problema, entonces, no está en si se admite o no el control judicial de los actos políticos del Gobierno, sino en qué se entiende por actos políticos.

En todo caso, qué tipo de decisiones pertenece a esta última categoría es algo que vienen determinando caso por caso, como sucede en otros países, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. De hecho, ninguna ley puede evitar que quien lo considere oportuno formule una demanda contra el Gobierno ante el tribunal competente. Pero, cuando el recurso tenga por objeto aquel tipo de actos gubernativos, corresponde al órgano judicial no admitirlo a trámite, ahorrando a la sociedad incluso las incertidumbres y las presiones que pudieran derivarse de la pendencia de un proceso.

De esta manera se concilia el principio de división de poderes con las exigencias del Estado de derecho y del control judicial del Gobierno, asunto en el que, como en el juego de las siete y media, tan malo es no llegar como pasarse. Pues, si es necesario que ningún derecho o interés legítimo quede sin posibilidad de defensa jurídica, también lo es impedir la instrumentalización de la justicia para satisfacer los intereses políticos particulares de algunos.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo de laUniversidad de Alcalá y abogado.

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