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Más de una docena

El rápido crecimiento económico experimentado cuando iban mediados los años ochenta, las amplias posibilidades de dinero fácil abiertas a aventureros oficialmente invitados a enriquecerse, la expansión del gasto público, las inversiones del Estado en gigantescas obras de infraestructura, la relajación de los controles internos, la descentralización política y la multiplicación de centros de gasto, añadido todo a los crecientes costes de financiación de los partidos y a la ausencia de alternancia política, multiplicaron las oportunidades de corrupción que casi nadie en el Gobierno central, en la oposición ni en los gobiernos autónomos mostró interés alguno en atajar. El dinero corría a espuertas y cierta barbarie ostentosa, de gente adinerada y sin gusto, por decirlo con palabras dé Azaña,comenzó a resplandecer en las fiestas oficiales: nunca se habrá consumido tanto langostino como en los jolgorios organizados para celebrar la nueva edad de oro que se avecinaba. Ya éramos de verdad europeos, lo que quería decir que ya se habían despejado todas las avenidas para ser tan ricos como ellos. Complejos fuera: la mugre católica quedó barrida de un plumazo por cierto cosmopolitismo de advenedizos.En ese clima germinaron casos como hongos:, el caso Naseiro, el caso tragaperras, el caso loterías, el caso Filesa. El problema, afirmó Joaquín Leguina, es la financiación, irregular de los partidos políticos. Ése era, en efecto, el problema y por las razones que el mismo presidente de la Comunidad de Madrid exponía con toda crudeza: porque la financiación irregular servía para engrosar una caja B a disposición de un núcleo dirigente que convertía al partido. político "en propiedad de unos pocos". Conscientes del potencial devastador de semejante situación -la clase media "no puede soportar la amenaza de un Estado corrupto", manifestaba el mismo Leguina- se produjo entonces un intento de exigir responsabilidades políticas por las tramas de financiación irregular. Un intento que acabó en agua de borrajas seguramente porque los destinados al sacrificio respondieron con el mismo argumento que acaba de resucitar Matilde Fernández: si fulano es culpable, todos somos (lo que es decir: todos los. que pedís cuentas sois) culpables. O sea, si yo me hundo,arrastro a todos en la caída.

Ante tal amenaza, nadie se atrevió a seguir adelante,y en lugar de exigir lo prometido, se propagó una explica ción dirigida al consumo interno, a tranquilizar a los afilia dos honestos que contemplaban asombrados cómo subían las aguas y la lluvia se convertía en inundación. La culpa de todo la tenían los "cuatro sinvergüenzas" que se ' habían colado en las filas socialistas y sorprendido la buena fe de los compañeros, dijo González. Cuatro, media docena, una "docena de corruptos" todo lo más, aseguraba Guerra hace unos meses, eran los responsables de haber deteriora do el "patrimonio ético de su partido". En el último balan ce ofrecido, la media docena se ha incrementado hasta el 1% o el 2%, pero el fondo de la cuestión no varía: entre la avalancha dé recién llegados, a los que no se podía mirar con lupa, se coló ese "porcentaje ' de horrorosos". Qué le vamos a hacer, concluye Guerra en sus confidencias a Tom. Burns: en todos los partidos ha pasado lo mismo.

En todos ha pasado lo mismo, pero no todos han acumulado tanto poder. El problema, lo que la clase media antes evocada por Leguina no puede soportar, es que ese enorme poder, concedido para inaugurar otros modos de hacer política, se haya desviado tanto de su fin que la máxima excusa por lo ocurrido consista en- decir que todos han hecho lo mismo. No son, por tanto, cuatro mangantes, ni una docena, ni siquiera el 1% o el 2%. Es una vieja concepción y práctica de la política que fuimos a enterrar una tarde de octubre de 1982 la que, bajo el nombre de Filesa, se sentará en el banquillo del Supremo en este año nuevo de 1997.

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