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Justicia para la Audiencia Nacional

Acostumbrados como estamos a hablar y oír hablar de la administración de justicia como "un semillero de problemas", será bueno comenzar por decir que hoy la justicia española tiene esencialmente uno. Un problema nuevo, de dimensiones históricas, que la trasciende hasta convertirse en neurálgico y central para el Estado español como Estado de derecho.Me refiero a la criminalidad de matriz estatal y política que ahora es objeto de tratamiento procesal, sin cuya consideración no podría entenderse nada de lo que ocurre estos días, y cuyo análisis arroja una luz inquietante sobre las razones de la política la justicia del último período.

La experiencia histórica y comparada brinda datos que ilustran sobre las dificultades de conducción de las causas llamadas políticas, una de cuyas particularidades ha sido la propensión a experimentar en su seno prácticas "de ruptura", dirigidas a desestabilizar el proceso y, en lo posible, el sistema; pero ruptura de fuera, debido al perfil extrainstitucional de los justicables.

La irrupción de los procesos, ya no políticos, sino a políticos del área de gobierno, aporta un plus de dificultad en dos planos. De un lado, está la escasa funcionalidad de las estructuras judiciales para hacerse cargo de asuntos de tan perturbadora complejidad. Por otro -y aquí el índice de dificultad se dispara-, las dinámicas de ruptura que los nuevos procesados y sus nutridos multidisciplinares equipos de apoyo suscitan tienen perfiles inéditos, puesto que ahora proceden del interior del sistema político, cuando no de la propia institucionalidad estatal.

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La experiencia última de nuestro país en la materia es demoledora. Primero, los delitos, lo mismo da si de más o menos Estado, pero de Estado. Después, los usos reiterados del derecho de gracia complacientes (apologéticos, en suma) con gravísimas formas de criminalidad; la apertura de la televisión estatal a prácticas inéditas de deslegitimación de las actuaciones judiciales a cargo de aIgún imputado de excepción; el hermetismo o la generosidad en la administración de información pública relevante, según el proceso y los procesados; la exhibición

de criterios abiertamente diferenciados en las pautas del ministerio público, dependiendo del caso; la trivialización / justificación de crímenes sin disculpa posible con el objeto de generar consenso en tomo a los responsables mediante el envilecimiento de la opinión; la siniestra utilización de una lista electoral como medio para desacreditar un procesamiento legalmente obligado; ciertas escandalosas propuestas de bananeras salidas de punto final o de soluciones en clave de una supuesta madurez democrática, que de puro "madura" entraría de lleno en el ámbito de la putrefacción...

Estas vicisitudes, desde sus profundas zonas de sombra proyectan, curiosamente, una luz que permite entender mejor que nunca algunos antecedentes político-legislativos relativos a la justicia, sin cuya consideración tampoco se entendería el presente estado de cosas.

Por una parte, se cuenta ya con las mejores razones para ver en la actual resistencia militante frente a la jurisdicción, insistentemente protagonizada por bien significados exponentes de la anterior mayoría política, la otra cara de su tratamiento de la justicia durante más, de un decenio, en el que la obsesión por el control político corrió pareja con la falta de imaginación técnica. Las elocuentes actitudes de ahora son la verdadera exposición de motivos de muchas decisiones y omisiones de entonces, de no hace tanto, que han producido como resultado una jurisdicción mal dotada, cultural y técnicamente, con serios problemas de eficiencia y, en consecuencia, vulnerable y débil, sobre todo hoy frente a las aludidas estrategias de ruptura.

La Audiencia Nacional -sus juzgados de instrucción, sobre todo- es en este contexto un espacio paradigmático. Desde una perspectiva ideal de articulación territorial de la administración de justicia, se aleja del principio del juez natural, que expresa, junto al propósito de que conozca siempre el juez del lugar de la cuestión justiciable, el criterio más racional en la Administración de un dato tan obvio como el de la legítima diversidad de los jueces. En efecto, la Audiencia Nacional concentra lo que, por definición, tendría que ser difuso. Y en este momento, por la calidad de los asuntos acumulados, produce distorsiones no deseables en la experiencia jurisdiccional: personaliza en exceso las actuaciones, sobredimensiona a los órganos afectados, provoca un plus de espectacularidad, perjudicial porque altera la percepción social del verdadero alcance de la respuesta judicial.

El resultado es también un perfil de juez impropio, pero masivamente aceptado, todo hay que decirlo, cuando se trataba de combatir algunas formas de criminalidad convencional. Un perfil de juez tan aceptado que en momentos preelectorales, en uso de una quizá legítima pero, desde luego, poco legitimadora picaresca política, llegó a usarse como señuelo y para vender un supuesto cambio de actitud frente a la (propia) corrupción. El mismo perfil -incluso el mismo juez- que ahora demonizan quienes primero trataron de rentabilizarle para su proyecto político en declive.

Sobre los apuntados datos de matriz estructural-institucional pueden eventualmente incidir algunos rasgos de la personalidad de los titulares de tales órganos. Pero son anécdotas que pasarían desapercibidas fuera de ese contexto -que por la atención concentrada de los media todo lo magnifica- y que, obviamente, preexistía a sus actuales operadores.

Por otra parte, y aceptando que en hipótesis tuvieran razón -que no la tienen- quienes ahora tratan de hacer pasar la Audiencia Nacional como un aquelarre, puesto en lo peor y concediéndoselo todo a los retóricos de la catástrofe: ¿tendrá algo que ver, en gravedad y en trascendencia negativa, lo que se imputa a algunos jueces y fiscales con la orgía de ilegalidades tan profusamente difundida como ya se sabe en algunos puntos nucleares del ámbito de la política y del Ejecutivo? ¿Importaría aquello si no fuera este otro el verdadero problema?, y ¿qué es lo que realmente importa: las actuaciones judiciales como tales o la inevitable carga de deslegitimación política que llevan consigo?

Pues bien, el protagonismo judicial, que -ahora- tanto irrita, difícilmente habría tenido posibilidades de existir donde no se hubieran dado tales precondiciones de gravísima degradación de algunas prácticas políticas que es lo que genera espectacularidad. Tampoco el "Fuenteovejuna" de los fiscales; que, por cierto, no es ajeno a algunas órdenes de difícil explicación en términos de principios de legalidad e igualdad.

Así las cosas, en un capítulo de culpas menos visceral y menos sospechosa y sesgadamente vindicativo que el ahora en acto, además de reconocerse la calidad del estándar de profesionalidad que prevalece en la justicia penal que se ejerce en la calle Génova (que, desde luego, no deberá que dar a salvo de la crítica intelectualmente honesta), habría que empezar por jerarquizar con rigor todos los problemas, trayendo a primer plano datos que habitualmente se ocultan. Tales son, entre otros, un diseño de tribunales, que data en su versión actual de 1995, que nació viejo y visiblemente inadecuado, y con alguna tacha de inconstitucionalidad. La aparatosa elusión de responsabilidades legislativas en el orden procesal penal, que hace que cuestiones como las intervenciones telefónicas y otras de la mayor importancia para la persecución de la más grave delincuencia se encuentren -todavía hoy- pendientes de tratamiento o simplemente tratadas de una forma lamentable, que genera disfuncionalidades e inseguridad. La pobreza, en general, de los desarrollos constitucionales en materia de justicia, presididos por actitudes las más de las veces instrumentales. De la misma instrumentalidad que aquí se denuncia.

La justicia española, incluida la Audiencia Nacional, tiene problemas. Muchos se deben a la orientación reductiva de la política judicial de estos años. Todos son relevantes, y más los que gravan la existencia del ciudadano de a pie, en el que nunca -y menos ahora- se ha pensado lo suficiente. Pero aun así, y ni siquiera magnificados artificialmente, tales problemas privarían de un ápice de su legitimidad constitucional a procesos como el de los GAL y otros. Por cierto, ¿habrá algún juez, real o hipotético, que, siendo independiente, pudiera llegar a contar con el consenso de los imputados en ellos y de sus equipos de apoyo? Sobre esto no hay que engañarse: acciones judiciales como ésas siempre harán brotar bajo las piedras a los reformadores de ocasión. De cada ocasión que pueda presentarse.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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