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Los loros del chocolate

Es muy útil en un Estado la existencia de administradores que, como don José Barea, llevan el presupuesto en sus despeinadas cabezas y saben cuadrar los gastos con los ingresos en un abrir y cerrar de ojos. Siempre prestos a denunciar aberraciones populistas, resultan insoportables para quienes no entienden que nadie se atreva a decir que también las democracias se equivocan.El día de la fallida huelga de funcionarios la semana pasada, dijo Barea una de sus verdades del barquero: "sobran funcionarios". Los gobiernos socialistas crearon 700.000 nuevos funcionarios durante sus doce años de mandato. Los 2.256.000 empleados del sector público suman el 24% de los asalariados de España. Con las privatizaciones quizá consigamos que pasen al sector privado unos 300.000 asalariados de las empresas y entes públicos, pero aún seguiría cobrando de los Presupuestos de las diversas Administraciones el 20% del total. Muchos de estos empleados públicos son útiles y añaden valor, pero tiene razón el señor Barea: tomados en su conjunto, son demasiados. También tiene razón cuando dice que la economía española no soporta despilfarros de esa monta.

La elefantiasis funcionarial es una muestra de lo que suelo llamar "la paradoja de la democracia", que es la situación en la que se encuentran los políticos cuando los ciudadanos votan lo imposible. A menudo aparece una contradicción entre lo que cada uno de nosotros por separado eligiría como la mejor forma de organizar la sociedad y lo que resulta de nuestros votos sumados. Incluso en una democracia directa, el proceso político distorsionaría la voluntad de todos por lo discontinuo de las asambleas, pues el coste de ir a votar con más frecuencia superaría con mucho el peso de cada voto en las decisiones colectivas. Pero en una democracia representativa la influencia de los ciudadanos sobre los asuntos públicos queda aún más tamizada, pues las numerosas materias sobre, las que decidir ineludiblemente se presentan en bloque y toman la forma de programas electorales muy vagos. Estoy seguro de que cada uno de nosotros por separado, si tuviéramos tiempo y ganas, sabríamos organizar la función pública de forma más espartana. Sin embargo, perdidos en la masa de los votantes, permitimos el aumento incontrolado de la burocracia del Estado, por si acaso una reducción pudiera afectar el servicio que nos interesa personalmente, y al final nos encontramos con que no hay dinero para nada de lo que necesitamos.

Otra fuente de mal funcionamiento de los procesos de decisión democrática es la llamada "incoherencia temporal" de las decisiones públicas. Los políticos tienen un horizonte temporal muy distinto del de los ciudadanos. El dolor de las medidas radicales se sufre enseguida; la cosecha de las reformas profundas se recogerá mucho después de la próxima elección. Un caso claro de esta contradicción es el de las pensiones, también denunciado por el ínclito Barea: ¿es de recibo que el ministro Arenas nos diga triunfalmente que el sistema de pensiones público español está a salvo hasta el año 2.003?.

Mi viejo amigo el sindicalista Zufiaur considerará estas reflexiones mías como escandalosamente antidemocráticas. Ha criticado a José María Cuevas por pedir al presidente Aznar "que deje de ser prisionero de los votos". Ha lamentado que el ministro de economía alemán Tietmeyer se congratule de la disciplina que los mercados financieros imponen a los políticos en una economía abierta. En dos palabras, para Zuflaur, quienes lamentamos el crecimiento incontrolado de la burocracia estatal y el gasto público pecamos de infieles a la idea democrática, por ser esclavos de los valores neo-liberales y de la globalización de la economía. Yo más bien creo que somos conscientes de que con tantos loros no va a quedar chocolate para nadie.

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