Tracción animal
El ciclista urbano es una especie en vía de extinción, y, por tanto, es justo que se le otorgue el máximo grado de protección establecido por las leyes vigentes, incluso un grado más, ya que al menos la mitad de arriba de este mamífero híbrido corresponde al orden de los primates más evolucionados, según ellos (nosotros), al autodenominado homo sapiens, a la estirpe de los reyes de la creación, que se supone, o debe suponerse, que serían los más interesados en protegerse a sí mismos.La bicicleta es una muestra incontrovertible del ingenio' humano, una sencilla prótesis mecánica que permite a este bípedo implume desplazarse sin poner los pies en el suelo y manteniendo un misterioso equilibrio con rapidez y elegancia. Lo de mantener la verticalidad sobre dos ruedas de mínimo perfil, y además avanzar sobre ellas, siempre tuvo algo de mágico, o al menos de circense, para el que suscribe, un homínido tan torpe que tardó treinta años en el aprendizaje de su técnica más rudimentaria.
El tráfico y la orografía siguen siendo dos obstáculos de primer orden para los abnegados usuarios de la bicicleta.. Para el segundo de ellos no hay remedio, aunque sí paliativos: "Con las bicicletas modernas y sus cambios de piñones y platos, y buscando un desarrollo cómodo, se puede subir cualquier cosa", afirmaba hace unos días en estas páginas un irreductible ciclista urbano. En todo caso, sólo hay que cambiar la bicicleta de paseo por una mountain bike y enfrentar el itinerario ciudadano como una apasionante gincana o una prueba de ciclo-cross.
El tráfico, aunque a primera vista pueda parecer un obstáculo menos imperativo que la orografía, es un imponderable absoluto. Hay una guerra abierta entre los usuarios de cuatro o más ruedas y los de dos, motorizados o no, un contencioso marcado por la envidia de los automovilistas a los motoristas o ciclistas, que sortean con más agilidad los escollos del tráfico;, una hostilidad aún más exacerbada con los usuarios de las bicicletas, que pueden acceder a las inviolables aceras, peatonalizarse transitoriamente empujando el vehículo e incluso circular con precaución y sin causar alarma por zonas vedadas al tráfico rodado para acabar aparcando en un portal a recaudo de las multas.
El ciclista, que no contamina, ocupa poco espacio y es potencialmente menos peligroso en colisiones y atropellos que el automovilista o el motorista, podría ser paradigma de ciudadano ejemplar, digno de aplauso en su heroico rodar por el carril-bus afrontando los ponzoñosos vapores de la combustión ajena, pero para los ciudadanos motorizados es un incordio y un ingrato recordatorio de sus limitaciones de movimiento. Aplicando a rajatabla las leyes de la lógica, la postura de los cicloturistas es impecable, y su alternativa, digna de encomio. Los coches, concebidos para facilitar el desplazamiento más cómodo y rápido de uno o más bípedos por empedrados o asfaltos, se han convertido por acumulación en todo lo contrario, molestos, agresivos y pestíferos vehículos que se entorpecen mutuamente y compiten por hacer cada día las ciudades más intransitables.
Pero no es la lógica, sino el lucro, lo que mueve nuestra sociedad moderna. Hace ya años que la investigación desarrolló automóviles eléctricos y limpios para sustituir a los ruidosos motores de explosión, y debe de hacer más o menos un siglo desde la gloriosa o sencilla invención de la bicicleta, dos alternativas que suelen considerar con fatua sonrisa de superioridad los valedores de la civilización del petróleo, tan sucia y letal como el propio mundo en el que vivimos, y que la gasolina contribuyó eficazmente a levantar. Al petróleo le llamaron en la Edad Media aqua infernalis, es un producto de la descomposición de organismos vivos, clara metáfora de este mundo caníbal y autodestructivo, un repugnante betún del que todos nos alimentamos en necrofilia ritual y que se acumula en viscosas bolsas enterradas en el subsuelo. Ahora que lo pienso, quizá nuestro alcalde perforador, el topo Manzano, no horade para hacer estacionamientos, sino a la busca de hidrocarburos milagrosos, reliquias licuadas de la legión de muertos que forman los cimientos de la ciudad.
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