_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ira

Hace casi dos años, el domingo 20 de noviembre de 1994, dos taxistas murieron asesinados en el barrio de Lavapiés. Ocurrió a medianoche, a balazos, y desde el primer momento fueron señalados como responsables dos individuos magrebíes cuyo historial y circunstancias personales (uno de ellos, al parecer, acaparaba 17 detenciones desde su entrada ilegal en España a mediados de 1989) dieron pie por entonces a numerosas protestas populares.Aquel lunes amaneció con neblina y espeso, marcado de antemano por turbios presagios. La noticia de los crímenes se había extendido con rapidez por Madrid y la atmósfera que se respiraba, cargada de amargura y hostilidad, podía advertirse también en las aceras. Miles de taxistas se movilizaron a primera hora de la mañana y se agruparon en distintos puntos con el propósito de bloquear al alimón las principales vías de la ciudad. En su camino, los taxis recorrieron las calles a modo de comando, imponiéndose por las bravas, maniobrando con riesgo para otros vehículos y en algún caso sin respetar los semáforos. En el gesto de sus conductores podía apreciarse un ademán desencajado, pero no exactamente triste, sino duro y amenazante. Los demás automovilistas, entretanto, parecían admitir esta actitud, soportarla, padecerla; con esa mezcla de tolerancia y languidez del que se sabe cerca, aunque no implicado, en un asunto de naturaleza tan desagradable.

Poco después de las once, los taxistas ya se encontraban en los lugares concertados. Como es de suponer, ninguno de ellos atendía las llamadas de los clientes más despistados y tampoco operaban los servicios de Radio-Taxi, ni siquiera para los casos de urgencia. Por otra parte, la condición magrebí de los presuntos asesinos había cuajado en otros sectores de la ciudadanía y no tardaron en surgir los primeros incidentes, incluido algún conato de linchamiento contra personas de aspecto moruno que transitaban por la calle. En más de un caso fue necesaria la intervención de la policía. Durante muchas horas Madrid fue una ciudad enloquecida y atacada por la histeria. Los taxistas asumieron un estado de poder no concedido, tomaron la ciudad de arriba abajo y amedrentaron a la gente sin atender a razones.

Podría decirse, no obstante, que tras la muerte de dos hombres poco importan los chispazos posteriores; aunque tal vez sea errónea la impresión. A menudo, tras una tragedia de este tipo, surgen otras desgracias más Finas, menos aparentes, más agudas, que a su manera trivial y diminuta pueden acabar empapándole a uno el canal torácico; como hace el sirimiri, también llamado calabobos. En cualquier caso, no deja de resultar chocante que ante el asesinato de dos de los suyos, el colectivo respondiera de forma tan desproporcionada. Quizá los taxistas recibieron aquellas muertes como algo propio y les cegó un engañoso concepto de la solidaridad. Quizá sintieron el abismo más de cerca y les atacó el vértigo. O una mezcla de todo. Pero este estado de ánimo no justifica una reacción tan rabiosa, tan torcida y tan carente de sentido hacia el resto de los ciudadanos.Hasta aquí lo sucedido aquel lunes de noviembre de 1994: unos hechos que probablemente se recuerden más que la desgracia original. Hoy, dos años después, se ha celebrado el juicio contra los magrebíes y apenas viene al caso entrar en la sentencia que recaiga sobre ellos. En realidad, desde el mismo momento en que se cometieron los asesinatos, ya estaba todo perdido. El resto del mundo ha seguido marchando y ningún juicio, ninguna pena, ninguna cifra en años de castigo podrá restituir lo perdido. De nada sirvió alimentar hace dos años la ira. No está en mano de nadie evitar que alguien, en un momento determinado, cometa una atrocidad parecida. Los propios taxistas, tras años de conflictos y desacuerdos, han sido incapaces de ponerse de acuerdo a la hora de implantar un sistema que aumente su seguridad. Porque quizá no lo haya. Sabido es que acecha el Maligno; que algunas personas no entienden de honor y que de vez en cuando salen a hurtadillas de sus sótanos a pegar una dentellada: con las manos, a cuchillo o a balazos. Y eso, para quien se cruza en su camino, significa muy mala suerte.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_