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Los aprendices de brujo de Afganistán

Este siglo a punto de expirar no deja de reescribir la historia del aprendiz de brujo. Y Oriente -ya sea Próximo, Medio o Extremo- ha estado especialmente mimado en este sentido. ¿Es necesario recordar los conflictos de efectos retardados, que en el caso de la India han llegado hasta la hecatombe, provocados por el apoyo a las minorías lingüísticas y religiosas prestado con demasiada frecuencia por los colonizadores con la esperanza de controlar mejor al resto de la población? ¿La largueza prodigada en el pasado por Moscú, París y las monarquías del Golfo a Sadam Husein para mantener a raya el expansionismo jomeinista? ¿O la imprudencia con la que algunos dirigentes israelíes permitieron, al principio, que los islamistas se apoderaran de los "puestos de poder en las instituciones religiosas" de los territorios ocupados, pensando que con ello luchaban contra la OLP de Yasir Arafat (Ze'ev Schiff y Ehud Ya'ari, Intifada, Stock, 1991)?El último ejemplo lo proporciona la caída de Kabul a manos de los talibanes, materialización del peligro que la Unión Soviética pretendía evitar con la intervención en Afganistán hace 17 años: la instauración en ese "reino de la insolencia" -como espléndidamente lo ha bautizado- de un poder integrista que la Unión Soviética temía que se contagiase a las repúblicas soviético-musulmanas de Asia Central.

Gracias a la apertura de los archivos del KGB, minuciosamente estudiados en lo tocante a este tema por el ex disidente VIadímir Bukovski (Juicio a Moscú, Robert Lafont, 1995), y a las declaraciones que tanto él como otros han podido obtener de diversos actores de este drama ya no quedan dudas sobre las razones de la invasión. A diferencia de lo que creía Jimmy Carter, no se trató tanto de un episodio más del viejo expansionismo ruso hacia los mares cálidos como de un intento de salvar el régimen comunista instaurado en Kabul un año antes.

Pieza fundamental durante el siglo XIX de la rivalidad entre los imperios británico y zarista, Afganistán está dividido de este a oeste por unas montañas imponentes, y el túnel de Salang, el único que permite cruzarlas en cualquier época del año, no fue inaugurado hasta 1964. Esta configuración no sólo ha hecho más fácil resistir frente a los intentos extranjeros de dominar el país, sino que ha conllevado una fragmentación étnica y lingüística mucho más grave que la de la antigua Yugoslavia, y que, para la mayoría de los habitantes, prevalezcan las particularidades sobre la idea de identidad nacional.

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Objeto de repetidas muestras de afecto por parte de Lenin cuando su rey quiso seguir el ejemplo de Ataturk, Afganistán disfrutó a comienzos de la guerra fría de la ayuda de EE UU y de la URSS, a los que intentaba contentar por igual. Estaba dominado por la etnia pashtún, que distaba de ser mayoritaria, y más concretamente por la tribu de los durranis, a la cual pertenecía el príncipe Daud, primer ministro a partir de 1953 y modernista. Los pashtunes no soportaban estar separados de sus hermanos, muy numerosos en el noroeste de Pakistán, por lo que la entrada de este último país en el sistema de alianzas de EE UU llevó a Kabul a acercarse a Moscú, que declaró por boca de Jruschov "comprender su actitud" respecto al problema pashtún.

En 1963, el rey Zahir, preocupado por el creciente papel de la URSS en sus asuntos, sacrificó a su primer ministro en un vano intento de aproximarse a Washington, que por entonces tenía otras preocupaciones. Diez años más tarde, Daud depuso al soberano y se proclamó presidente de la República con el apoyo de oficiales formados en la URSS y de la facción moderada del partido comunista, la Parcham (Bandera), encabezada por un miembro de su misma tribu e hijo de un general, Babrak Karmal. En 1978, al comprobar que los comunistas estaban provocando divisiones en la Administración y en el Ejército, pidió apoyo a Pakistán y a Irán y destituyó a los ministros de la Parcham.

Pero con ello firmó su propia sentencia: la Parcham se reconcilió con sus hermanos rivales del Khalq, cuyos dirigentes, Taraki y Hafizullah, pertenecían a la tribu de los ghilzais, enemigos desde siempre de los durranis. Se asaltaron los edificios públicos, Daud fue asesinado y se proclamó una "República democrática", con Taraki como primer presidente. Esta situación recuerda al golpe de Praga de 1948, en el que los comunistas tomaron el poder, al que hasta entonces sólo estaban asociados, en previsión de una derrota electoral que parecía inevitable.

Pero los nuevos amos de Kabul no tomaron este precedente como referencia: con su revolución de abril pretendían repetir nada menos que la Revolución de Octubre de 1917. Reparto de tierras, elección de la bandera roja como enseña y de La Internacional como himno... nacional, enseñanza obligatoria para niños y niñas, lucha contra la religión, etcétera. No pararon de bolchevizar el país a toda máquina, sin darse cuenta de que el 99% de la población era musulmana. Todo ello provocó una insurrección generalizada cuyo elemento más importante fue la toma de Herat, la segunda ciudad de la República. A pesar de que la aviación soviética multiplicaba los ataques, no lograba aplastar la rebelión, por lo que, en marzo de 1979, Taraki solicitó de sus protectores una intervención terrestre. "Es lo que están esperando nuestros enemigos para enviar al país bandas armadas", le contestó secamente Kosigin, por entonces jefe del Gobierno soviético. Más tarde, Moscú aconsejó a Taraki aguar un poco su rojerío y separarse de Hafizullali Amin, el Pol Pot afgano, artífice de una represión especialmente brutal.

Este último, alertado del peligro, mandó estrangular a Taraki. Ante semejante desafío, y advertido por sus agentes en Kabul. del riesgo de una victoria de los islamistas, el Kremlin ordenó la invasión y Amin fue abatido a su vez. Babrak Karmal, al que se hizo regresar del exilio para hacerse cargo del poder, multiplicó los gestos para calmar la situación. Bréznev no dudaba de que la rebelión terminaría rápidamente. En realidad, como los chinos afirmaron en seguida, !e estaba metiendo en un avispero: cuando diez años más tarde, y por iniciativa de Mijaíl Gorbachov, la URSS se retiró, ya estaba herida de muerte. Una vez más, los afganos dieron muestras de su reticencia a doblegarse, pese a las incesantes rivalidades entre las diferentes etnias y entre los jefes militares.

EE UU -con, Ronald Reagan al frente-, Pakistán, Arabia Saudí y Egipto les ayudaron mucho, aun a riesgo de jugar también a aprendices de brujo. El líder fundamentalista Gulbudin Hekmatiar, al que Washington ha armado y financiado generosamente, se ha convertido en uno de sus peores adversarios y se le sospecha relacionado con el dramático atentado del World Trade Center de Nueva York en 1993. Muchos afganos -es decir, árabes que han combatido junto a los muyahidin contra los churavi (los rusos)- intervienen actualmente no sólo en la guerra que baña de sangre la antigua república soviética de Tayikistán, sino también en las. acciones terroristas de Argelia. Al parecer, incluso se ha advertido su presencia en Bosnia, y algunos les imputan la responsabilidad de los atentados antiestadounidenses de la península arábiga. Pese a ello, a EE UU, dedicado a su lucha contra el islamismo shií de Teherán, le pareció astuto apoyar a los talibanes, unos suníes fundamentalistas, pashtunes en su gran mayoría, cuyo oscurantismo ha hecho posible que se unan en su contra quienes durante mucho tiempo han sido enemigos encarnizados: el ex comunista uzbeko Rashid Dostum y el tayiko Ahmed Sha Masud, héroe legendario de la resistencia al invasor soviético.

Todo ello en nombre de la misión, para la que muchos estadounidenses se creen encomendados, de hacer que el mundo sea "seguro para la democracia", como dijo en 1917 su presidente Wilson. No cabe duda de que los aprendices de brujo de Oriente y Occidente han trabajado muy bien, con el trasfondo del tráfico de armas y drogas, para cerrar, desde lo más rojo a lo más verde, el círculo, tan absurdo como inhumano, del integrismo.

André Fontaine fue director de Le Monde.

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