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Política y teología

La explosión política de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), detonada la pasada semana, hubiese podido ganar el primer premio de un imaginario concurso convocado para galardonar a la escisión partidista mas extravagante. Sabedor de que el Congreso convocado para el próximo mes de noviembre sellaría irremisiblemente su relevo como secretario general de la organización, Ángel Colom tomó la delantera a sus adversarios al anunciar su baja de ERC y la fundación de un nuevo partido independentista; en el éxodo le acompañarán Pilar Rahola (diputada en el Congreso de Madrid y teniente de alcalde en el Ayuntamiento de Barcelona), cuatro de los trece repesentantes en el Parlamento catalán, varios cargos municipales y un número indeterminado de militantes de ERC. Los tránsfugas con representación pública retendrán sus escaños (sueldos incluidos), pero dejarán a sus antiguos compañeros la pesada tarea de pagar las deudas arrastradas de las campañas electorales que les proporcionaron el cargo.Nunca resulta fácil descubrir las verdaderas causas de las sarracinas intrapartidistas y de las maniobras fraccionales; todavía mas complicado es dar o quitar la razón a quienes proclaman, desde trincheras opuestas, su monopolio de la ortodoxia. Cada grupo suele jactarse de las motivaciones más nobles y de los propósitos más altruistas mientras atribuye a sus adversarios las intenciones más ruines y los objetivos más rastreros; la escisión de ERC ha dado excelentes oportunidades a las lenguas viperinas de ambos bandos para trabajar a destajo en la exportación de insidias personales. Tampoco es sencillo saber si las disputas teóricas libradas dentro de los partidos asentados sobre principios ideológicos poseen consistencia propia o constituyen sólo el decorado escénico tras el que se libran combates guiados principalmente por ambiciones personales e intereses materiales; la abstracta consigna independentista injertada por Colom sobre la tradición republicana, federalista y de izquierdas del viejo partido fundado por Francesc Macià y Lluís Companys ha aumentado los márgenes para ese género de confusiones indescifrables.

En La vía láctea, la admirable película teológica de Luis Buñuel, un jesuita y un jansenista tiran de espada para solventar una apasionada disputa sobre la forma en que la gracia opera sobre la naturaleza corrompida del hombre; si el significado de aquel duelo cinematográfico no era tanto una pelea entre dos actores de carne y hueso como un combate simbólico entre el optimismo semipelagiano de los soldados de Loyola y el sombrío ascetismo de Port-Royal ("la lepra francesa", según el delicado comentario de don Marcelino Menéndez y Pelayo), los conflictos entre los dirigentes de los partidos también revisten a veces apariencias político-teológicas semejantes. Los odios y los celos intrapartidistas, alimentados por expectativas frustradas y rencores latentes, tienden a expresarse a través de enrarecidas discusiones estratégicas o ideológicas: en la economía del debate de ERC, el lugar de las cinco proposiciones extraídas del Augustinus de Jansenio ha sido ocupado por la República y la independencia de Cataluña.

El aferramiento de Colom y Rahola a sus cargos representativos cuestiona de nuevo la legitimidad ético-política de la retención de su escaño por el parlamentario o el concejal expulsado o autoexcluido de un partido. La interpretación dada por el Tribunal Constitucional al artículo 67.2 de la Constitución ("los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo") es que el tránsfuga tiene derecho a conservar su escaño aunque haya sido elegido en la lista cerrada y bloqueada de un partido. Pero hay razones de la ley que la sociedad no entiende: si las formaciones políticas seleccionan los candidatos, los avalan con sus siglas y pagan sus campañas, ¿no deberían ser los partidos, como personas jurídicas, los auténticos titulares de ese mandato popular no imperativo?

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