El feo
Fracasados todos los medios convencionales para elevar a José María Aznar por encima de su laconismo, para conseguir hacer de sus silencios aquello que sí consiguió aquél -"el hombre es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios", farfullaba el Abuelo, mientras movía de arriba abajo la manita con todos su deditos desplegados-, fracasado, ya digo, el intento de que los silencios del presidente fueran algo significante, un presagio de sentido y no la mera exhibición impudorosa de que el hombre nada tiene que decir; inmersos en ese fracaso periodistas del régimen, curanderos, homeópatas -a las diez, unas gotitas de sintaxis; a las once, de léxico estándar; a las doce, con el ángelus, alguna idea en gotas-, no ha habido otro remedio que acudir a un clásico de la ciencia política: la aparición, la regurgitación, el eructo del Feo. Desde que Alvarez Cascos ha hablado, Aznar ya habla. Desde que Álvarez Cascos ha pensado, Aznar ya piensa. Desde que el vicepresidente ha aparecido, no hay duda ninguna de que el presidente existe. De eso se trata: ni ha querido presionar a los jueces para que legitimen como prueba los papeles del Cesid, ni amordazar a González ha querido. Su discurso es tan sólo una evidencia epistemológica: se conoce por contraste, se quiere por contraste. Después de muchas semanas varado en los sondeos de opinión, Aznar ya sube: qué serenidad y qué elegancia lacónica la del presidente, razona el vulgo semiculto.Hermosísimo papel el del Feo. Rana viajera en el regazo del Príncipe, siempre presta. Todos los partidos disponen de su Feo. Y con él, de su prosa dispépsica, de su capacidad de trabajo, de su valentía amatoria, de su ceja partida. Álvarez Cascos camina recto y franco hacia su destino. Le aguarda un tremendo pisotón del Príncipe cuando éste considere que no es ya el croar, sino la muerte misma de la rana, lo único que puede procurarle un último agosto de respeto y belleza.
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