La perfeccion
Entre aficionados a Shakespeare, ópera, teatro, cine y televisión, poca gente debe quedar que no sepa, a estas alturas, la historia de Otelo (y Desdémona). Otelo condena, y ejecuta,. a Desdémona, en virtud de una falsa imputación de engaño, y llevado por los celos. En el proceso que lleva a la convicción de la traición de Desdémona, Otelo encaja, ayudado por Yago, unos cuantos indicios (lo que en los telefilmes americanos se llaman. "pruebas circunstanciales"') entre los que destaca el del pañuelo, en la versión de Boito-Verdi aparece el tenor con la cara embadurnada de oscuro, o sea Otelo, sollozando la gran imprecación: "Il fazzoletto, ah, il fazzoletto". El espectador sabe, simultáneamente,. que Desdémona es inocente, que Yago _es el urdidor, y que Otelo llega a una falsa convicción, y actúa en consecuencia. Con los mísmos indicios, exactamente con los mismos, se podía haber armado una trama en la que Desdémona fuera culpable; el "mensaje" de la obra sería, entonces, otro, pero en ambos casos se hubiera cometido la brutalidad de condenar y ejecutar por indicios, lo que no me parece (personalizo) muy aceptable.Desdémona, en la tragedia shakespeariana, era perfécta; no era superperfecta, sin embargo, porque perdió el pañuelo; se puede decir que la pérdida de un pañuelo aleja a una persona del ámbito de la superperfección, y que si Desdémona no lo hubiera perdido le podría haber ido mejor. La posición del puritano, digamos del superpuritano, podría ser, por ello, que Desdémona había cometido una irregularidad, en realidad impropia de una doncella prudente; no se puede ir por ahí perdiendo pañuelos; la gente, menos exigente, suele pensar, sin embargo, que el imprudente (además de otras cosas) fue Otelo, por fiarse de Yago y de meros indicios.
Existe una opinión algo extendida, y que no comparto, según la cual los políticos que nos gobiernan han de ser pluscuamperfectos, o sea como una Desdémona que jamás pierde, ni perdió, ni perderá un pañuelo. A esa actitud le podemos llamar puritanismo, por llamarla de algún modo. No comparto esa ansia de perfección de los demás, aunque sean-políticos en ejercicio. No me gusta la pluscuamperfección en nadie, debo ser un espíritu aberrante; pero esn que además, en una de mocracia el político es un par nuestro, alguien como nosotros, con los patrones de conducta de un ser normal entre los electores, que incluyen imperfecciones y hasta un buen cupo de ilega lidades, como en materias de tráfico, u otras mil; incoherente exigirles la excepcionalidad.
Y no me gusta esa exigencia de su perperfección por que puede conducir a condenas y ejecuciones como la de Desdémona, y con demérito de la tranquilidad de los buenos en el pacífico disfrute de su vida, aunque pierdan pañuelos. Esa exigencia conduce a cosas tan horribles como la obligación de probar la propia inocencia; una vez más sin ánimo de ofender, quiero recordar que ése es el procedimiento de las inquisiciones y maccartismos que en el mundo han sido. No sé por qué los políticos y otra gente notoria tienen que estar obligados a probar su inocencia, y además en grado de su perfección, siempre que a severo censor se le ocurra.
Y no se diga que, con ese sistema, han caído y caen algunos malos, o incluso muchos. Es posible que, entre las personas con indicios de desorden haya habido muchos más culpables que inocentes; también entre los políticos. Pero el descubrimiento de 10 culpables no justifica la destrucción, física o moral, de un solo inocente.
Por poner un ejemplo no tan próximo. Algunos comen-. taristas foráneos estímaron que el señor Clinton podía perder la reelección porque su jefe de campaña, o algo así, frecuentaba a una prostituta a la que, además, hacía confidencias políticas; no sé si el pecado estaba en la frecuentación o en las confidencias; no se ha ido más lejos, no se ha dicho que tales actos hayan puesto en peligro la sacrosanta seguridad del Estado; por ello, ese puritanismo extendido hasta tener incidencia electoral me produce pavor. Cuando además lo propio de políticos es hacer confidencias, por ejemplo, a periodistas y amigos, aunque no sean prostitutas.
Y, al fin, la decencia es exigible aún desde la moderada indecencia, pero la pluscuamperfección no; cuando se exige tanto, es aplicable aquello de "el que esté libre..." etcétera; se entiende, libre del más mínimo pecado.
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