Indurain, versión tres
El suizo Rominger gana la contrarreloj y su compatriota Zülle se convierte en nuevo líder
Un nuevo Induráin nació ayer en el empedrado de Ávila. No es el pletórico que sus cinco Tours victoriosos; tampoco el hundido moral y psicológicamente de su última ronda francesa. Es el Indurain versión tres, a quien se podría apelar Induráin el combatiente prudente. Es el renacer de un personaje que sin embargo conserva muchos de los rasgos que le hicieron grande. Los principales: la frialdad y su eterno sí pero no.Su actuación en la contrarreloj que prometía tanto ser decisiva como para la Vuelta como vital para la propia figura del ciclista navarro no ayudó a despejar ninguna de las incógnitas con las que llegó cargado. En todo caso, enmarañó más la cuestión. Su tradicional indecisión pública no es, así, más que un reflejo de su verdadera forma de ser: dilatar cualquier determinación hasta que el tiempo la haga inevitable. Y, mientras tanto, meterse en la pelea, aunque sea pertrechado de escudos.
Si Induráin no arrasó, tampoco se hundió; si no empezó a ganar la Vuelta, tampoco la perdió definitivamente. Ni ganó la etapa prometida -Sigue aún sin haber ganado una sola etapa en sus ocho participaciones en la Vuelta-; ni logró el maillot amarillo que le esperaba. Y ese estado de ni si ni no se extendió al resto de sus rivales -sólo Rominger, el ganador de la contrarreloj, lo tenía claro: sólo quería eso-, es decir, al equipo de la ONCE. No fue el día del turbo a toda mecha, y tampoco el de los petardazos anunciados. Como si todos se hubieran contagiado del propio trazado de la prueba, un recorrido infernal y veleta.
Reducida a un plano estrictamente técnico, la razón del resultado es plana: a Induráin le faltó la chispa necesaria para marcar las diferencias en su terreno y quedó tercero; a Rominger, el que no tenía nada que perder, le desfavorecía el recorrido menos que a nadie y quedó primero; a Zülle, ni una cosa ni la otra y quedó segundo. Jalabert aguantó el tipo porque supo tirar de rabia cuando menos favorables le eran las circunstancias, quedó quinto sin perder mucho tiempo y sigue amenazante en la general. Sin embargo, detrás de cada una de las actuaciones hubo unas cuantas historias.
Las malas caras empezaron a verse en casa Banesto cuando la mañana se anunció con un cambio de viento. La víspera había sido bastante favorable a la marcha de los corredores, circunstancia igualitaria y facilitadora. Un Induráin perfecto habría sonreído en su interior viendo cómo la veleta giraba y endurecía el ya duro trazado; el Induráin versión tres torció el gesto y se apegó más aún a la prudencia. Ni un desarrollo fuerte ni una bicicleta específica. Antes quedarse corto que clavarse en el asfalto. Induráin es el ciclista que mejor se conoce físicamente a sí mismo, así que la elección no dejó de ser la perfecta. Induráin temía el viento de cara -antaño, su aliado- porque se veía incapaz de mover grandes desarrollos. Lo que no está tan claro es por qué eligió una bicicleta tradicional -tubos grandes y redondos, antiaerodinámicos por naturaleza- con un simple acople de triatleta. En los kilómetros finales, los del páramo descendente, allí donde las bicis afiladas como espadas cortaban el viento, fue donde Induráin empezó a derrochar segundos ante sus rivales aerodinámicos y movedores de mayores desarrollos. Perdió 17 segundos frente a Rominger, 29 ante Zülle, tres con Jalabert y 15 con Mauri. Hasta el peor rodador-especialista de los cinco primeros, Jalabert, le recortó tiempo en su terreno.
Nunca se sabrá si Induráin rodó incómodo por culpa del material elegido. Se sabrá, se sabe, con seguridad que el navarro no se encontró a gusto. Cuando más soplaba el viento de frente, en una larga recta a falta de siete kilómetros, Induráin accionó el cambio de piñón al menos media docena de veces. No encontraba su ritmo demoledor, el que le convierte en una aspiradora de rivales, el que transforma sus piernas en turbos. Pudo haber sido por un sobreesfuerzo en la ascensión al puerto -hizo el mejor tiempo a igualdad con Rominger en ese tramo-, aunque tampoco: el navarro no llegó exhausto a meta. Pudo ser, sencillamente, porque su motor de explosión no encontró la chispa en una contrarreloj contraria a su estilo. La media del ganador no alcanzó los 40 kilómetros por hora: un híbrido entre cronoescalada y llano.
Ningún rival, por confesión propia, rodó cómodo. Tony Rominger, con su mejor material posible -la bicicleta de carbono equipada con ruedas pequeñas-, levantó miradas extrañas cuando decidió salir en la trasera lenticular. También se quejó del viento variable y racheado. No encontró sus sensaciones buenas; tampoco tenía referencias de sus rivales porque fue el primero de los grandes en salir. No sabía decir, hasta que supo que ganaba, si había corrido bien o mal. Los viejos perdieron sus sensaciones. El cuerpo se les aleja.
Los jóvenes, los discípulos de Manolo Sáiz, no viven tanto de eso. Por la mañana se encontraron con el material, elegido por su director, en el que el riesgo era la ley. Bicicletas de titanio a estrenar con las medidas de sillín, ejes, cuadro y demás señaladas por el director de la ONCE. Simplemente tenían que sentarse y pedalear dando lo mejor de sí mismos. No ganaron la etapa aunque cuatro de los suyos se metieron entre los 10 primeros, pero sí el primer asalto de la general: siete del equipo entre los 15 primeros. También acabaron con el sí pero no pese a las indudables e inmensas posibilidades tácticas de que disponen. La famosa frase del técnico -"me da igual que el líder sea. Zülle o Jalabert, o Cuesta o Zarrabeitia o Mauri; lo importante es que sea un ONCE"'- retumba por todos los lugares de la clasificación.
La Vuelta ha quedado convertida en lo que todos decían y los protagonistas desmentían: un duelo ONCE-Induráin. Uno, Induráin, sólo puede jugar a la contra en un escenario que no le agrada; los otros, los que mueven los hilos, deberán saber no fallar.
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